CONSTANTINO EL FEO
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CONSTANTINO EL FEO
Constantino, El Feu. Cedida.

Bien sabía Constantino Ruano, nieto materno de Marcos García Ruano y de Isabel Ruano Paniagua, que la poesía era un arma cargada de futuro, tal y como exclamaría Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta (más conocido por Gabriel Celaya, a secas) en uno de sus poemas:  Poesía para el pobre, poesía necesaria/ como el pan de cada día,/ como el aire que exigimos tres veces por minuto,/ para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica (…).  Maldigo la poesía concebida como un lujo/ cultural por los neutrales/ que, lavándose las manos, se desentienden y evaden./ Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

No más de cinco años tenía Constantino cuando Gabriel Celaya, ingeniero y poeta vasco, se alistaba como gudari para luchar contra la hidra fascista.  En octubre de 1936, su localidad natal, Hernani, había sido tomada por los requetés del general franquista Emilio Mola Vidal, del que su secretario particular, José María Iribarren Rodríguez, confesó que Mola solo pensaba en matar.  Odiaba a muerte a todos los izquierdistas y abertzales.  En Hernani, perpetraría una terrible matanza.  Entre los asesinados, siete sacerdotes nacionalistas.  Luego, dirían que los sublevados fascistas no mataban a los curas.  Pero no solo se acribillaba a balazos a los rojos o patriotas vascos de Hernani en aquel genocida año de 1936.  También se ejecutaban, sin juicio alguno, a republicanos de Ahigal.  Constantino El Feu sabría de estas tragedias en su pueblo cuando tuvo un mayor uso de razón.  Pobres paisanos, cuyo único delito era su fidelidad y defensa de una República democrática y constitucional.  La dehesa de Las Berrozanas y otros barrancos y cunetas fueron empapados por la sangre de estos inocentes desgraciados. Al Repeinao, miembro de las malditas escuadras negras del más sanguinario franco-fascismo, le sacamos todo el veneno que llevaba metido en el cuerpo.  Alcohólico, desahuciado y abandonado por la familia, residía en una población no muy lejos de la patria chica de Constantino.  Le bastaron cuatro medios de vino -la pihtola, que decían por estas tierras-, para que soltase la lengua y sus palabras quedaran presas en la grabadora camuflada.  Y comenzaron a desfilar los verdugos, los que, hartos de vino y carne en libertinas bacanales, apretaron sin compasión alguna los gatillos a la amanecida, entre dos luces, cuando el sol todavía estaba agazapado tras un cielo de color de aguas de lavar carnes.  Vicente Sánchez Blanco, El Meón; Julián Albarrán García, Chiripa, y otros de los que El Repeinao solo conservaba en su memoria sus nombres de guerra: El Tuertu, El Canu, El de la Pipa…, auténticos psicópatas que disfrutaban descerrajando tiros en las sienes de los rojos de mierda.  Gente de estos pueblos, posteriormente homenajeados, colocados muchos de ellos a dedo como concejales o encumbrados a puestos de responsabilidad y bien remunerados en premio a su servicial espíritu y su amor a España.  Vomitivo, triste y patético.

Nuestro Miguel Hernández Gilabert, cuyos poemas leía con fervor el amigo de Constantino, aquel que bebía los aires por la joven que conoció en las fiestas estivales de Madroñera, sintetiza en unos versos los crímenes de los pistoleros: Diecisiete disparos,/ taladraron la mañana/ y fueron en nuestros pechos/ otras tantas puñaladas./ Los pájaros lugareños,/ que sus plumas alisaban,/ se escondieron en los nidos,/ suspendiendo su alborada (…)  A Miguel Hernández le leía, en el banco azul del Congreso de los Diputados, Íñigo Méndez de Vigo Montojo, ministro de Educación y portavoz del Gobierno de Mariano Rajoy Brey.  El padre de Íñigo fue teniente coronel y ayudante del dictador Francisco Franco; su madre tenía un título nobiliario: II condesa de Areny.  Íñigo Méndez de Vigo posiblemente fuese -y sea- un garbanzo negro dentro de las filas de la derecha de este país iletrado y medio semianalfabeto, en lo que se refiere a la selección de libros de poesía.  Lo normal es que la gente escorada hacia la diestra lea, si es que lee, a José María Pemán y Agustín de Foxá, a Federico de Urrutia y Fray Justo Pérez de Urbel.  O incluso a Manuel Machado, el que escribía, en marzo de 1939, patrióticos versos: De tu soberbia campaña,/ Caudillo, noble y valiente,/ ha surgido nuevamente una grande y libre España (…)  ¡Qué versos más en las antípodas de los de su hermano Antonio!: Se le vio caminando entre fusiles/ por una calle larga,/ salir al campo frío,/ aún con estrellas de la madrugada./ Mataron a Federico/ cuando la luz asomaba./ El pelotón de verdugos no osó mirarle a la cara./ Todos cerraron los ojos;/ rezaron: ¡ni Dios te salva!/ Muerto cayó Federico/ -sangre en la frente y plomo en las entrañas./ …Que fue en Granada el crimen,/ sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada.

Tristán fraguó estrecha amistad con Constantino, el que había heredado el mote de El Feu de una familia donde había esbeltos varones y hermosas hembras.  Contradictorias circunstancias de la vida.  Tristán estaba triste, muy triste, cuando Constantino le entregó el pliego con los quince versos, donde se sancionaba con bellas palabras a las damas que confunden un rabo con un falo y las metáforas con las anáforas.  Con las lágrimas a punto de saltársele de los ojos, devoró aquel pliego y el recuerdo rebuscó entre sus neuronas cerebrales.  Se acercaba al Rollo de la Mona. Al fondo, se escuchaba la algarabía de las fiestas de Nuestra Señora de la Soterraña, en aquel pueblo de la comarca trujillana y del que decían que había sido fundado, hacía muchos siglos, por colmeneros llegados de la villa de Serradilla.  Sacó su paquete de Ducados y extrajo un cigarrillo.  No encontró el mechero y se acercó a la joven del pantalón corto y de los ojos rabiosamente azules.

-¿Me das fuego, por favor?

La joven sacó el encendedor y se lo puso en su mano.  Encendió el pitillo, le dio las gracias y, por unos segundos, se quedó enganchado de aquellos enormes ojos que parecían querer comerse el mundo.  Le recordaban a alguien, pero las pupilas de la joven sentada en las escalinatas del rollo eran aún mil veces más hermosas.  Un poema, que vería la luz muchos veranos después en una revista literaria, le vino como un fogonazo y se le atragantó la saliva.  Tenía por título Luto y parecía dislocado presagio en medio de la alegre barahúnda de la fiesta.

A la fuerza, ahorca.  Sólo tres minutos.

Sé muy bien que jamás serán eternos

y que he de pasar crudos inviernos

comiendo tan solo secos frutos.

 

Maldigo a la vida y sus esputos,

que se empeñó en cortarme negros ternos,

en morir de amor en días alternos

y en los otros vestir perennes lutos.

 

Pobre la alegría en casa de los pobres.

Ni siquiera probé primeras mieles.

Tres minutos no valen ni tres cobres.

 

-Que la olvide, me dicen los más fieles.

Me invitan a desalar encías salobres

y a restañar heridas de mis pieles.

(Continuará)

  • Rebacaéruh, título de esta nueva columna, es una palabra propia del habla extremeña con gran sustrato astur-leonés.  Hace alusión a los pensamientos y recuerdos que bullen, sin pretenderlo o a propio intento, dentro de la cabeza de las personas.  Sólo buscándoles una vía de escape quedarán libres.  Una de ellas es dejar que campen a sus anchas en el papel.  Los rebacaéruh también se impregnan de intrahistorias y, partiendo de que no todo tiempo pasado fue mejor, están atados a épocas de mayor solidaridad y de apoyo mutuo, en las antípodas del individualismo y capitalismo-consumismo que hoy nos flagela sin piedad.  No son antinada pero huyen, cual alma perseguida por el diablo, de la globalización, que está haciendo añicos la entidad e identidad de nuestros pueblos.  Aportaremos nuestros grano de arena para parar a esa hidra de la modernidad mal entendida.  Puede que algunos vean en los rebacaéruh todo un folletín decimonónico.  Si es porque forman parte del pueblo-pueblo, del pueblo-arcilla, del pueblo-Sancho (también quijote muchas veces), entonces sí.  Pero con argumentos verosímiles, complejidad psicológica en ocasiones, irónicos y reidores de su propia sombra.  Y efectos secundarios con sabor y olor a Víctor Hugo y Honoré Balzac, a Fiódor Dostoievski y León Tolstoi y algo -¿por qué no?- de épicas de Benito Pérez Galdós, mas sin Españas bicolores y consideradas como cortijos por los de siempre.

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