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Como ya soy viejo, tengo criterios comparativos. En mi niñez, la obsesión generalizada de los padres proletarios era mover y promover presentes para que el futuro no atrapase a los hijos en los desangelados oficios del campo; labrador, piconero, vaquero, pastor,… en fin, braceros; que además de ser despreciados y mal pagados nunca accedieron a la posesión de tierras necesarias para ejercer su oficio de forma no esclavista. Así pues, con los escasos conocimientos de lectoescritura y cálculo, a los niños les llegaba la tierna edad de aprendiz y estrenaban la adolescencia con el primer oficio o servidumbre dulcemente remunerado. No obstante, el éxito vital era puramente conformista: los nietos y nietas tendrían las ocupaciones de abuelos y abuelas.

Después llegó el periodo donde las familias trabajadoras confiaron el progreso a que los hijos realizasen oficios de mejor consideración social y económica que el que tuvieron sus padres. Los oficios “con salida” circulaban alrededor de las artes manuales, menos sudorosas que las de la cultura agropecuaria; albañil, herrero, mecánico, carpintero, zapatero, sastre,… Estas ocupaciones no exigían preparación académica en un principio; sin embargo, el nuevo espíritu de la especialización fomentaba la necesidad de impregnar la práctica profesional con la teoría académica.

A finales del siglo pasado, las profesiones se imponen a los oficios de tal manera que para asegurar la condición y calidad de una ocupación laboral sería ya necesario un documento que certifique conocimientos básicos requeridos para ejercer determinada profesión. Las profesiones son entonces ocupaciones que exigen un conocimiento especializado que suele proceder de una capacitación educativa de alto nivel. Y es entonces cuando la Universidad se convierte en el paso obligado para la obtención de un trabajo de prestigio, liberador y que potencia el ascenso social. Es el tiempo cuando la Universidad condiciona y bendice las profesiones con éxito social y económico.

Entramos en el siglo XXI con una generación de jóvenes dotados y embadurnados de una formación universitaria muy diversa para repartirse el pastel laboral de las excelencias; incluso la juventud que desdeñó el sacrifico académico pudo verse premiada con oficios muy bien pagados y que no requerían formación teórica previa. La oferta laboral era amplia, diversa, permeable e intercambiable.

Aquello del Estado del Bienestar era creíble, tocable y contaminante; tanto, que de pronto provocó malestar a los poderosos en tal grado, que por primera vez en la historia los salarios se vieron reducidos en los peones y en los expertos y la mejor salida que se ofrece al futurible ejército juvenil ibérico es intentar buscar buen oficio y mejor pago. Comienza la emigración sin maletas.

Es que si eres pobre eres vulnerable; tan indiscutible como que la parte es más pequeña que el todo. Con este axioma, no se necesita embaucar ni a zagales ni a gente madura; otra cosa es que haya gente que se aguante feliz con una pobreza llevadera, por no decir con una riqueza de miseria.

Para dar valía y relevancia a la verdad indiscutible surge el valor y la necesidad de obtener altos estudios universitarios que asegurarán las más prestigiosas ocupaciones profesionales. Y así estrenamos el siglo XXI con una población joven, universitaria, repleta de potencialidad profesional pero incapaz de encontrar hueco profesional.

Tan inesperada situación transmite la nueva regla que tanto define el mercado laboral como a la feria académica: deja de ser verdad que un elevado nivel académico se traduce en una prestigiosa ocupación laboral.

Cuando los hijos de los pobres empezamos a ir a la universidad, y a tener títulos superiores, entonces los ricos se inventaron lo de los másteres, para dejarnos otra vez atrás y arengarnos con que copan los puestos de poder porque se esfuerzan más que los pobres. La cola del paro sigue repleta de los mejores títulos.

Bajan los salarios y la estabilidad, aumenta el despido y la adulteración de condiciones parece ser la regla del nuevo imperio laboral edificado gracias a los lobbys energéticos, financieros y políticos no adeptos a los valores de la Europa solidaria.

Las licenciadas e ingenieros que se vieron invitados a huir buscando un futuro laboral más apetecible que aquel que ofrecía la España de la postcrisis, fueron acogidos con menor frescura y sazón que lo hizo la filosofía y principios del programa ERASMUS (European Region Action Scheme for the Mobility of University Students). Instalados en la decepción, tan solo unos pocos –quizá los primeros- se aferraron al éxito. Así que la oleada migratoria del siglo XXI parece que acarrea tanta desazón como la que sufrieron sus abuelos en los países de la Europa industrializada pero con la desazón peor pagada.

¿Qué remedio se puede fabricar?

El desánimo es diverso, embarullado y oportunista; como el cocido, que antes era plato de pobres y ahora lo es de ricos porque puedes elegir el componente más apetitoso. Con esta dotación –otra vez desangelada- los actuales dirigentes de nuestra democracia son incapaces de diseñar una fiesta de ilusiones futuras. Tal apuesta requeriría preparar a la ciudadanía para ser un lobby más poderoso que los que menudean por los despachos ministeriales y por los adentros del edificio Berlaymont.

Debería urgir la organización de un encuentro auspiciado por estudiosos, trabajadores, políticos, artistas y gente de edad tierna para educarnos en solidaridad vertebrada alrededor de un tiempo que está por llegar y que debe ser alimentado esencialmente por la juventud insatisfecha.

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En ocasiones, lo que se aprende al acudir a la presentación de un libro supera lo que se puede aprender leyéndolo. El premio Nobel turco Orhan Pamuk, hace unos días en Barcelona, parece indicarnos que de la misma manera que el autoritarismo crece en Turquía, el cinismo se desarrolla e invade nuestras tierras. Y se sigue preguntando: “¿Por qué los turcos siguen votando a quienes aplastan a sus hijos?”.


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