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Entra en la casa por la puerta abierta de todos los pueblos la golondrina en el despiste de la tarde, saeta veloz entre las altas vigas, vuelo que choca con las blancas paredes buscando quizás la esquina para el nido o la salida para el ala. Va de un lado para otro de la estancia y la niña salta y chilla, también golondrina, deseando tenerla en el hueco de la mano, y es el poema de Huidobro el que suena como eco de su vuelo: Ya viene la golondrina/la golonfina/la golontrina/ la golonniña…

Saeta de la tarde, el chiar de su pico abierto se alimenta de los recuerdos de una infancia de pueblo, de hilos al viento donde se posan, sombra de un frac sobre el suelo polvoriento. Llegan por el estrecho anunciando el calor y es el naturalista de esa punta lejana quien hace el recuento de su llegada, sin papeles, sin peso que lastre sus alas. Se asientan en los nidos de barro bajo los aleros de nuestras casas y mientas, las otras golondrinas atraviesan el país cargados como hormigas densas, bajando a ese Estrecho que se estrecha con el paso de las gentes que llevan encima la obligación del progreso, el regalo comprado de prisa… coches tan cargados de un año entero de trabajo, que el paso se hace lento y tedioso mientras el vuelo de las otras golondrinas no tiene más que la ligereza de la nada, posesión de brújula para encontrar el nido lejano al que no traer nada más que el instinto de cielo.

Grita la niña de nuevo girando en torno a su vestido de flores, la piel quemada de piscinas azules, de tardes en las que se escapa de la siesta. Niña que vuela deseando también subir a las vigas de la casa, al cielo de la plaza… y entonces, sobre su cabeza despeinada, sale por la puerta abierta el pájaro agotado de dar vueltas, ajeno a su deseo de tomarlo entre las manos. Sale rozando apenas el largo pelo que también vuela, ala extendida en las vueltas y revueltas de su verano, libre entre las calles y el juego. Ya viene la golondrina, ya viene la golonniña, ya vienen aquellos que regresan a su sur de nidos cargados de la esperanza y el progreso del que presumir en el pueblo lejano, en la casa donde desean atravesar el Estrecho de los peces y los pájaros, las pateras y los muertos, los atunes y los papeles, las primaveras que asoman desde la Tarifa que se estira, agua que es puente, hacia el África que es origen. La niña, quieta apenas, alza sus alas, manos vacías, giro de todo su pelo. Tiene en la casa el nido en el que se alza, siempre plena de genio, verano de vuelo.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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