papel higienico
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Sólo cuando comprobé los resultados, al cabo del tiempo, caí en la cuenta de lo que
importaba. De que era una señal inequívoca del modo de funcionar de aquí.

Llevaba yo, después de múltiples e intensas reuniones entre los interesados, un nuevo
plan de estudios para su aprobación definitiva en el órgano académico correspondiente,
previo a su envío a la Junta de Gobierno de la Universidad. En algunos casos, había
tenido que litigar, hasta convencerlos, con los titulares de las disciplinas para que cada
una de las asignaturas fundamentales tuvieran cabida en un todo armónico; y hasta había
debido comprometerme con el Rectorado, después de los estudios económicos
pertinentes, de que no habría una subida de gasto público para la Universidad. Tarea de
bolillos entre unos y otros que llevó su tiempo, su habilidad, y el buen hacer de muchos.
Ni recuerdo el número de días y horas de trabajo. Sin tope ni horarios.

Hacer tantas modificaciones no era un capricho, nos obligaba la ley de Reforma
Universitaria, por la que los estudios y centros debían renovarse al compás de las
necesidades de una España más moderna, de acuerdo con las necesidades propias y con
las de la Europa a la que, de pleno derecho, pertenecíamos. Había que constituir unos
Departamentos y una nueva estructura. El reto era gigante y la voluntad ilusionada
también. Se necesitaba la unanimidad. Todos a una. Y se hizo.

Y ocurrió que cuando ya casi estábamos al final del trayecto -al menos en lo que competía
al hacer de nuestro Centro- y el trabajo mío y de mis colaboradores estaba correctamente
terminado, como punto final del proceso interno, hube de llevar toda la documentación al
órgano soberano de decisión del mismo. Para su aprobación definitiva.

Y me explayé, dando cuenta de todo, de los objetivos y justificaciones, del por qué de
cada nota a pie de página, de las ventajas que tendría una organización más moderna,
con verdaderos alicientes para los futuros titulados. Y terminé y pedí intervenciones, por si
alguien tenía alguna pregunta o aportación nueva que hacer.

Y fue entonces cuando veo que levanta la mano uno de los profesores, encargado de una
disciplina minoritaria (aunque influyente) para hablar: -“Carmen, sí, sí, todo lo qué dices
está muy bien, pero en los aseos de los estudiantes no hay papel higiénico”. Y les juro
que mi cabeza hizo ¡Plofff!

Han pasado cerca de treinta años, pero recuerdo que pensé: “¡Anda la peña!. O sea que
después de tantos equilibrios, de cálculos sin fin en créditos y dinero, después de tantas
horas empleadas para que nadie se quede fuera, y esto y lo otro…alguien, que no ha
trabajado ni la mitad que mi equipo, se permite el lujo de pegar un manotazo en la mesa y
casi dar al traste con el tablero de lo importante. Pero tú, cómo no puedes responder con
un improperio, te tienes que controlar”. Me inundó un sentimiento de frustración e
injusticia profundos, por la boutade, pero no me quedó otra que aprender la lección. La de
que no siempre el que habla y el que escucha manejan idéntico lenguaje, e incluso puede
existir entre ambos una especie de cristal (con toques de mala leche) que los separe y no
permita el acercamiento. Y con eso también hay que bregar. Cómo el otro día en el
Congreso, una serie de diputados entrando tarde, en castigo por la “tardanza” del
Presidente del día anterior.¡Y es que somos la repampanocha, oigan! Más chulos que el
puntera. Que ya es decir.

Nota: el papel higiénico se reponía a diario, aunque contaron, por entonces, las malas
lenguas que algunos estudiantes se lo llevaban para su piso


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