Se nos ha ido Guillermo,
y uno no sabe si escribir con la solemnidad de los periódicos
o con la crudeza de un viejo amigo que se arruga los ojos al nombrarlo.
El médico que olía a bata blanca y justicia,
el político que nunca necesitó la política para llenar la nevera,
pero sí para darle sentido a las mañanas.
El hombre que sabía que el poder es un préstamo breve,
y que la vida se mide en miradas cómplices y silencios bien administrados.
Era de esos tipos que en la barra pedían un vino sin ruido, en la cercanía un beso, una sonrisa, un dime,
y en la tribuna respondían con diálogo en vez de dentelladas.
En tiempos de vocerío, Guillermo susurraba.
Y lo escuchábamos todos, hasta los que no votaban su papeleta.
Se nos ha ido temprano,
con apenas 66 inviernos a las espaldas.
Un cáncer le fue apagando el cuerpo,
pero no el gesto sereno ni la certeza de haber hecho lo que debía.
Yo le admiraba.
Porque en su bonhomía había algo que no se aprende en los manuales:
la decencia de quien no se cree dueño de nada,
ni de los cargos ni de la gloria.
Porque Vara —médico, político, amigo—
fue sobre todo hombre.
Y ahora, Guillermo,
que ya estás en la Eternidad,
imagino que te has llevado contigo el maletín de forense,
por si algún día Dios necesita un informe imparcial.
Imagino también que te sentarás a charlar con los viejos socialistas y que en el bar celestial te invitarán a un vino,
sin necesidad de protocolo ni corbata.
Queda tu eco en la plaza,
tu sombra serena en el hemiciclo,
tu huella en la sanidad extremeña,
y esa lección indeleble:
que se puede ser político sin dejar de ser persona.
Brindo por ti, Guillermo,
como si esto fuera la última copa de la madrugada,
esa que siempre sabe a despedida y a verdad.
Y mientras la música de Los Beatles, Here come the sun, baja el telón,
me quedo con la certeza de que la muerte nunca mata del todo
cuando el recuerdo huele a ternura,
y con el murmullo de que lo esencial no cabe en las palabras. Un abrazo eterno, Guille, te quiero.