aceuche

DOS DÍAS DE NOVIEMBRE

(Memorias de monaguillo)

Fue mi último otoño en el pueblo. Al acabar el siguiente verano mis padres me mandaron al internado de la capital. Me arrancaron de cuajo del núcleo de mis raíces: mi pueblito de secano en las austeras tierras cacereñas. Cuánto dolor aquella partida, cuánto desgarro. Pero volvamos hacia aquellos dos días del año anterior. 1 de noviembre, día de Todos los Santos y 2 de noviembre, día de los Difuntos.

En el pueblo, una iglesia parroquial: la de San Juan Bautista, con su párroco titular, D. Fausto Sánchez y sus cuatro monaguillos: Clemen, el mayor, a modo de sacristán, Antonio Marcos, Pedro Durán, y un servidor de ustedes.

Con lo cual, si al año siguiente me largaron a los frailes con once añitos, en aquel yo tenía diez. ¡Virgen Santa del Carmelo, qué ligera va el agua del río!

Asistíamos, de ordinario, a la escuela del señor maestro rural, D. Antonio Santos, pero se conoce que para aquellas fechas de tanto trajín religioso, D. Fausto concertaba con D. Antonio la perentoria necesidad de que los monagos, aquellos días, cumpliéramos nuestros deberes con los oficios eclesiásticos. Y nosotros tan contentos: dos días sin escuela, qué concho.

Arco apuntado en la principal bajo alfiz de un gótico humilde y tardío. Escudo de la casa de Alba con flores de lis, castillos y leones rampantes. El lugar fue blasón de los Duques luego de haber pertenecido al alfoz de la Orden de Alcántara. Bueno, una iglesia como tantas, con su sacristía, puerta lateral al mediodía, coro y escalera de caracol hasta el campanario.

Puesto a recordar se me agolpan los motivos: aquel órgano en el coro, el baptisterio con pila de cantería, Cristo yaciente en la urna de cristal, San José, San Sebastián asaeteado, el lúgubre y oscuro confesionario.

En la sacristía, par del altar mayor a la diestra, una mesa de viejísima madera, un vetusto mueble de enormes cajones donde se guardaban casullas, cíngulos, albas y roquetes y, en un rincón, un arcón raído de los años en el que se guardaban matracas, diversos objetos y una calavera monda y lironda. ¡Por Jesucristo vivo! ¿De quién sería aquel pobre cráneo con el que asustábamos a quien se terciase por nuestro pago?

El día de los Santos había oficios desde bien temprano por la mañana. Misa rezada, misa cantada…dos de nosotros asistíamos, sotana roja y roquete blanco, a D. Fausto, mientras los otros dos, desde el campanario, dábamos comienzo al son de la campana “ronca” que habría de durar los dos días. Nos turnábamos en las tareas. A parte de los repiques de llamada a misa, la campana “ronca” tendría que estar, de continuo, doblando, es decir, emitiendo un golpe bajo y grave, cuyo objetivo era recordar a los fieles que estábamos en días de difuntos, rezos y meditaciones.

He olvidado dar noticia de aquel campanario. Se accedía a él por la susodicha escalerilla de caracol. Era una sala breve y cuadrada de techo circular abovedado y cuatro vanos de ventanas que daban a los cuatro puntos cardinales. Hacia el norte el vano con esquilón, que hacíamos sonar para oficios menores; hacia el sur un vano-ventana vacío desde el que columbrábamos los cerros de retamas en los que escorzaban los conejos silvestres y cantaban las perdices, y más allá las aguas plateadas del padre Tajo; el vano de levante, en el que pendía la campana fina, de sonido más delicado, y hacia poniente, en el último vano, la campana ronca, de sonido grave de duelo y aflicción.

El día de los Santos por la tarde, mientras dos de nosotros se quedaban en el campanario al cargo de hacer sonar a intervalos “la ronca”, los otros dos salían a pedir “los santos” a las casas del pueblo. Íbamos con una esquila manual, la hacíamos sonar y llamábamos a las puertas.

“¡Quién va!” – se oía desde dentro.

“¡Los santos y difuntos!” – respondíamos. Y solía aparecer alguna señora que, magnánima, nos regalaba algún humilde presente: higos, castañas, nueces, alguna moneda de céntimos de aquellos o alguna peseta, y aquel año…¿dónde fue? ¿por qué lo he olvidado?, nos regalaron unas cuantas anguilas vivitas y retorciéndose. Acordó D. Fausto que nos las preparase la madre de Pedro, que vivía al lado de la iglesia.

Y al caer la noche, a la luz de una fogata que hicimos en el campanario, nosotros cuatro y D. Fausto, el señor cura párroco, dimos buena cuenta de las sabrosas anguilas fritas. Aderezamos la cena con los frutos secos y las castañas asadas en las brasas cenicientas de la lumbre.

La noche cayó sobre el silencio rural del pueblo; sólo el latido triste de “la ronca” interrumpía la quietud mortecina de la vida. Allí estuvimos hasta pasada la una de la madrugada, cuando el señor cura nos mandó para casa a dormir, pues el día de responsos estaba al caer en las próximas luces del alba.

Memento mei Deus qui…..”. Se me borran aquellos latines cantados. “Dum veneri…iudicare…”. Nada, ya no puedo. Hay que recobrar los textos perdidos y arrumbados.

El cementerio estaba, está, y allí mis viejitos, en una loma cabe el pueblo, algo más alta, pegadito a la ermita de Santa María del Cerro. Lápidas, panteones, cipreses.  Los fieles, mujeres enlutadas al fin y al cabo, junto a sus difuntos, encuclilladas o de rodillas, velas encendidas, vasos de aceite con “mariposas” prendidas, palmatorias, flores, crisantemos.

Nosotros dos, si no estábamos doblando en el campanario, asistíamos a los responsos junto al páter. Uno con la campanilla, tocándola cuando pasábamos de un panteón a otro, y el otro con el cubo del agua bendita, el hisopo y una bandeja en la que las parroquianas depositaban sus donativos por las preces.

Llegábamos junto a la feligresa de turno, extendíamos la bandeja y cuando había depositado el donativo D. Fausto recitaba la salmodia medio cantada:

“¡Memento mei Deus, qui adventus sed vita mea!

Y nosotros ambos a dúo: “¡Negaspiciat domini domine!”.

Él: “Réquiem aeternam dona eis domine”.

Nosotros: “Et lux perpetua luce a Dei”.

Un panteón, otro; una lápida, otra; y así toda la santa mañana de Difuntos. Y más por la tarde, aquellas tardes grises, tristes, mortecinas, en las que el otoño nos envolvía hacia las sombras de la noche.

Recuerdo que D. Fausto, acabada la jornada y ya en la sacristía de la iglesia, una vez guardadas sotanas y roquetes, contaba los dinerillos recaudados en el cementerio, apartaba una cantidad, la dividía entre cuatro y nos daba a cada uno lo suyo.

Para casa más contentos que ocho cuartos. Aquel día no imaginaba yo que serían mis últimos días de Santos y Difuntos, que nunca volvería a subir al campanario ni a tocar la esquila entre mis muertos, ni a oír el viento altano de poniente colándose por los vanos de la torre de campanas, ni a canturrear responsos en un latín que no entendía.

Orate, fratres. In nomini  Patri et Filii et Spiritu Sanctu. Amen.

Salvador Calvo Muñoz