Paco de Borja, Cáceres, 25 de noviembre de 2025.-
En una ciudad cualquiera, en una calle cualquiera, en un año que debería haberse quedado sin sangre, Andrea fue asesinada por Juan.
No hay matices.
No hay interpretaciones.
No hay “discusión”, “arranque”, “pasó sin querer”.
Juan la mató.
Y después la tiró.
La tiró.
Como quien se deshace de algo que estorba.
Como quien borra un número del móvil.
Como quien mete una prenda rota en una bolsa negra y la saca a la calle sin mirar atrás.
Y sí: la dejó dentro de un contenedor.
Un contenedor metálico, frío, anónimo, insensible.
Ese fue su ataúd provisional.
Esa fue la última mano que la tocó:
la mano de un hombre que creyó que tenía derecho a decidir si Andrea respiraba o no.
Juan no era un monstruo.
Era peor.
Era un hombre normal.
Un rostro que no destaca en la multitud.
Un tipo que trabaja, saluda, compra pan, hace chistes que no hacen gracia.
Un hombre como tantos,
convencido de que su opinión pesa más,
de que su ira justifica,
de que su miedo manda,
de que su mujer —suya, pensaba él— era una extensión de su sombra.
Primero vinieron los celos.
Luego el control.
Luego el aislamiento.
Luego las amenazas pequeñas, las que no dejan marca.
Luego las disculpas viscosas, esas que huelen a gasolina.
Después, el golpe.
Y al final, el crimen.
No es una sorpresa.
Es un patrón.
El patrón del maltrato.
El patrón de Juan.
El patrón de tantos.
Andrea vivía atrapada sin barrotes.
Una cárcel íntima, silenciosa, invisible.
Las cárceles más crueles no llevan rejas:
llevan miedo.
Llevan vergüenza.
Llevan la esperanza equivocada de que “ya cambiará”.
Juan nunca cambió.
Lo único que cambió fue la vida de Andrea:
la recortó, la apagó, la arrancó de cuajo.
Y mientras la ciudad dormía,
él terminó lo que llevaba años ensayando.
No fue un arrebato.
Fue un proceso.
El proceso de convertir a una mujer viva en una mujer muerta.
Con plena conciencia.
Con su voluntad absoluta.
Con su violencia como brújula.
Cuando la policía abrió el contenedor,
la ciudad dejó de ser ciudad.
Fue un espejo sucio.
Una bofetada moral.
Una voz que decía:
“También aquí, también ahora, también ella.”
Porque Andrea no murió por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada.
Murió porque Juan existía.
Murió porque Juan decidió que podía.
Murió porque Juan creyó que era dueño.
Murió porque la sociedad sigue fabricando Juanes todos los días.
Y ahora viene lo que incomoda:
Juan no nació asesino.
Juan fue construido.
Amasado.
Validado.
Respaldado.
Por una cultura que aún permite que muchos hombres crean que una mujer es territorio.
Un territorio que pueden ocupar, cercar, explotar, y, si llega el caso, destruir.
Andrea no debería estar muerta.
No debería estar en un informe forense.
No debería ser un nombre leído en un acto público.
Debería estar en su casa,
en su trabajo,
tomando un café,
haciendo planes,
riéndose con esa risa que desarmaba y que Juan no soportaba.
Pero Juan decidió lo contrario.
Y su violencia ganó esa noche.
Hoy no venimos a rendir homenaje.
Venimos a señalar.
A apuntar sin titubeos.
A decir en voz alta:
Juan es un asesino.
Y Andrea una víctima.
Y no hay término medio.
Y venimos a recordar lo esencial:
no necesitamos más minutos de silencio.
Necesitamos minutos de ruido.
De denuncia.
De incomodidad.
De furia.
De vergüenza colectiva.
De compromiso que no se esfume cuando apaguemos el micrófono.
En una ciudad cualquiera,
en una calle cualquiera,
Andrea fue asesinada.
Y podríamos decir que murió.
Pero no.
A Andrea la mataron.
Que esta verdad arda.
Que queme.
Que incomode.
Que cale.
Porque si no cala,
otra Andrea caerá.
Y otro Juan volverá a llenar un contenedor con lo que queda de una vida.






