Si alguien acabara de llegar no
conocería esta absurda imitación de la vida. Me gustaría decir que no he
llegado. O diré que sobra mundo. Por qué?, quién ha estropeado esto?. Ayer,
atrás años, la utopía que nos dominaba se concebía desde el deber de dejar para
los descendientes un hábitat bien dispuesto, consolidado, ordenado y bien
dirigido; hoy, ahora, en este momento de esta historia, el deber ha quedado en
undécimo plano; prima la ansiosa consigna de intentar que la miseria no se coma
las piedras, que será lo último que pueda comerse.
Si
alguien acabara de llegar se taparía los ojos. Mismo nuestros abuelos, que se
fueron con la idea de dejar un mundo en inicios de tecnología y adelantos,
mismo ellos, si llegaran a esta páramo, volverían a morir de pesadumbre. Les
parecería el fracaso de la civilización. Lo encontrarían inhumano, perdido,
podrido, arcaico, prepotente, imbécil. Un mundo hecho en un paréntesis del
capitalismo donde el dominio procede de un capitán avaro, sin conocimientos de
valores, sin entender las reglas de la ética, la razón y la solidaridad.
Si
les sorprendiera de nuevo la vida, en un estado de consciencia, convendrían
dejar el arreglo por imposible. A bien que nos vieran conspirando con la idea
de la felicidad, se reirían de nuestra inmadurez.
Y
nosotros, obstinados en este declive, sin prestarle atención a la “sin
vergüenza” en la que nos dormimos, hacemos como que cumplimos nuestro ciclo
vital y cerramos no sé cuántas modalidades de disciplinas y valores para desentendernos
de pensar, ocupar el sillón en el salón o en el suburbio y destilar, antes de
dormir, -con la fórmula impuesta- la peor de la parte de nuestra conciencia,
que otrora se distinguiera por tontear con la excelencia de todas las artes y
de todos los artilugios de la verdad.
Hemos
perdido, lo sabemos, pero seguimos aferrados al deshonor y a la indecencia
humana antes que promocionar una rebeldía.