Y SUAREZ CONVENCIO AL OBISPO PARA QUE LOS AUTORIZARA

[Img #34852]No recuerdo ni qué año ni qué día
encontré a Adolfo Suárez. Sé que lo había visto en el Palacio de
la Moncloa, una mañana de sol, cuando empezábamos a descorrer la
cortina de una nueva época, en tiempos de esperanza no exentos de
dudas: La Transición. Todo me / nos sonaba a estreno, como si
asistiéramos a una representación teatral, a una obra calderoniana,
que se alzaría el telón de unas ilusiones, de una España coral con
reminiscencias del pasado inmediato, sueño de noches de primaveras y
veranos, y que, sin darnos cuenta, purificaríamos la vieja piel de
toro para transformarla en una bella y núbil dama llamada
democracia, dejar el deseo blanco de la papeleta en la hucha de la
urna, cuando los faros democráticos iluminarían nuestras ilusiones.

Sí, volarían desde La Moncloa y La
Zarzuela, palacio y paraje, monte por donde corrían ciervos y gamos
entre las jaras, los cantuesos y las encinas; y aquella estrecha
carretera donde Don Juan Carlos perdería a su gran colaborador,
Jacobo Cano – qué gran personaje maño, mano derecha del Monarca
en aquel Palacio tan sencillo, con los Mondéjar, Armada, el gran
Don Emilio García Conde – teniente general del Aire -, su gran
aviador y, años más tarde, el gran Puig de la Bellacasa, José
Joaquín. Qué dura la ausencia de Jacobo, muerto tras chocar su
coche contra un vehículo del relevo de la Guardia Civil. A su
familia la he tratado mucho, en su casa de Zaragoza, a un tiro de
piedra del Gran Hotel, del que fueron dueños y donde se hospedaba
Don Juan Carlos en su etapa castrense de la Academia General de la
capital maña.

Yo había visitado Moncloa antes de su
destino presidencialista. Desde las páginas abecedarias del “Abc”
verdadero, como dice Anson, les contaba a los lectores las estancias
de ese palacete, abierto a las montañas del Guadarrama, donde el
dictador Trujillo había permanecido unos días durante una visita
oficial y dejaría tal atmósfera de olores – vaya hedor – que
los ventanales permanecerían abiertos, para ventilar las estancias,
durante dos semanas.

Después cambiaría esa imagen por algo
que estrenábamos – democracia -, las obras en La Moncloa,
periodistas al sol esperan / esperamos la llegada de nuevos hombres y
nombres. Era tal la improvisación en ese ajetreo que, en cierto
momento, coincidiríamos el Presidente Suárez y yo en los servicios
en una escena surrealista.

[Img #34853]Mucho tiempo después coincidiríamos
en El Siglo XXI, en una disertación de un Rector de la Complutense,
y allí, antes de la cena, hablaríamos de sus tiempos en Ávila –
yo tenía amistad con José Luis Aranguren – y saldrían a relucir
personajes de su época. Naturalmente, surgió el nombre del Obispo
abulense, Don Santos Moro Briz. Conocía la trayectoria de este
prelado con una preparación muy buena – había estudiado en Roma –
y era, como digo, muy culto y amigo del padre Poveda, ahora San Pedro
Poveda. El prelado de Ávila tenía fama de ser Buen Pastor y estaba
muy relacionado con otros prelados. Un hermano suyo, sacerdote, está
pendiente de subir a los Altares, tras haber sido vilmente asesinado
en la Contienda Incivil, precisamente en Cebreros, qué casualidad:
el pueblo natal de Suárez. Y, además, Monseñor Santos había
mantenido una muy rica relación epistolar con San Josemaría de
Balaguer.

Bien a la ida o a la vuelta de mis
viajes a la Alta Extremadura, por el bello Valle de Amblés – qué
gran obra la de Enrique Larreta y su “Gloria de Don Ramiro” –
solía ver a Don Santos, dando un paseo, en primavera, en los
aledaños de su pueblo, Santibáñez de Béjar, donde yo hacía
parada y fonda, detenía mi automóvil para charlar, brevemente, con
él. Ya vivía felizmente jubilado – dimitió en 1968 y moriría el
24 de mayo de 1980 -. Gente de su pueblo, aquel “Colás” que
acudía a mi zona, al norte extremeño, pagos de Villanueva de la
Sierra y Palomero, con el fin de vender productos del cerdo y de otro
tipo, de ahí el dicho salmantino que “de Extremadura el aceite,
pero no la gente”, a lo que el vulgo extremeño respondía:” Y de
Castilla el trigo, pero no el amigo”; dichos de este pueblo
nuestro, el español, donde tanto arraiga y florece la envidia.

Pero volvamos al Club Siglo XXI. En
esos encuentros viajeros, hecho un alto, lógicamente, con Don
Santos, el Obispo de la época en que Adolfo Suárez era presidente
de la Acción Católica en la amurallada ciudad castellana de Ávila
– quiero recordar que el Presidente cursaba Derecho y se examinaba
en la Universidad de Salamanca -. Pues bien: antes de que comenzara
la cena en el Club Siglo XXI y, como yo sacara a colación el nombre
de Don Santos y le inquiriera cuál había sido su relación con él,
Adolfo Suárez me narraría una historia muy curiosa: Como la
juventud de esa época, inicios de los años cincuenta, se aburría
mucho, le pidieron a Adolfo Suárez que mediara, como Presidente de
la Acción Católica, para convencer al Obispo con el fin de que
levantase la prohibición del baile. Adolfo se lo expondría al
Obispo y este, en un principio y, a pesar de la insistencia, se
resistía hasta que, por fin, Suárez, erre que erre, acabaría
convenciéndole por más que Don Santos insistiera en que no “sean
agarrados”. Y Adolfo Suárez, entonces, tozudo e insistente,
convencería al Prelado: “Si lo bueno, don Santos, es que bailen
agarrados”.

Un Adolfo Suárez, seductor como
siempre, doblegaría, con su amabilidad, a un Obispo del Nacional
Catolicismo. Y, al finalizar la narración, estallé / estallamos de
risa.