DULCE SUEÑO DE LA RECONCILIACION

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Con mi amigo José Luis L. Aranguren aprendería a amar más a Ávila, gracias a sus
paseos, a sus bellas palabras escritas con sabiduría,  a su rilkeana “patria de la infancia”, a su
cercana Santa Teresa y sus Moradas, a su San Juan de la Cruz, “gran maestro de la vida
mística…San Juan, inspirado de Dios, irradia destellos de amor que penetran en sus oyentes,
arrebatados por la fuerza impulsora de la caridad. San Juan  los conduce con sus enseñanzas
hasta el umbral mismo de la unión…”. En ese silencio que alza la muralla, que penetra el aire
entre los arcos, en un abrazo de torres, levantadas por tantas manos anónimas, todo el espíritu
mira al cielo y la ciudad deja sus almenas para que los ojos descansen sobre el valle de Amblés, que Ávila de los Caballeros invita a castillo interior y a “moradas”, y que, para Américo Castro  el  significado de “castillo” correspondería a la tradición judeo – árabe y el significado de las  “moradas” tendría, según  Asín Palacios,  un origen árabe.

De esa historia que el tiempo guarda y deja su interpretación a los hombres, a escrutarla,
como quien coloca un fonendo en el corazón del paisaje y las almenas, permanece el pergamino  sepia de los siglos y espera, paciente, la interpretación de quienes levantaron testamento de sus  pasos, de sus vidas, de sus andanzas. El aire que sería el mismo en cada esquina, la lluvia que  caería con su misma mansedumbre o, tal vez, dejara la perla rota del granizo. Cuánto misterio  guarda el pasado y, consecuentemente, ahí están los estudiosos para interpretar sus arcanos, la  batalla que fue, el vendaval que dejaría los árboles muertos, la nevada que inmovilizaría los  pasos…Decimos que el tiempo pasa cuando, en realidad, somos nosotros los que pasamos.

Con mi buen amigo Aranguren aprendería tantas cosas de ese Ávila de los Caballeros,
que buen guía. Ese José Luis que, con cuatro años, lloraba a solas la pérdida de su madre y
aquel padre y su automóvil, uno de los primeros que circularían por las calles abulenses; y su
abuelo tan ligado al Orfeón Donostiarra y que crearía en Ávila una Sociedad Filarmónica y el gran  pianista Rubinstein sorprendería a los pocos melómanos abulenses.

[Img #35014]Aquel Ávila mística, pétreamente abrazada como una sardana granítica y quieta. Ávila de
San Juan de la Cruz, hecho a la belleza austera y gélida de La Moraña. Ávila de San Juan,
contemplativa y abierta al valle de Amblés; Ávila teresiana “de llama de amor vivo”, donde el
espíritu se eleva y se remansa. El Ávila que “face los omes e los gasta”, lema de Castilla, de
caballeros y armaduras. El Adaja la corteja con  la humildad de su curso, “poco en aguas”,
dejará, no muy lejos el Santuario de Sonsoles. Una mañana fría de enero – el 27 de 1990, para
ser más exactos – se casarían con los primeros rayos del día, Zapatero con Sonsoles. El
escribano cometería un borrón y dio fe de tener cuarenta años, cuando contaba, en puridad,
veintinueve. Ya se sabe el mejor escribano comete un borrón.

Aquel Ávila de “La gloria de Don Ramiro”, qué urbe tan alejada a la de estos recientes
años, aquella España de Felipe II, qué grandísima novela – no me atrevo, querido lector, a
revelar una confidencia que, hace años, me dijo un sabio -. Leedla para que conozcáis el último
tercio del siglo XVI en las ciudades de Ávila y Toledo y el problema entre árabes, cristianos y la
Inquisición. Y aquel Ávila, testigo del camino del exilio de la Familia Real con la proclamación de  la República. Si el Rey lo emprendería desde Cartagena, la Reina y sus hijos lo harían en tren  por Castilla la Vieja. Al pasar por ese Ávila del 14 de abril de 1931, al tren se le romperían unos  cojinetes y el maquinista, Duque de Zaragoza y el fogonero, Luis Razquin, – qué gran libro
inédito, el de su hija Nieves – lo resolvían, mientras Don Jaime, el sordomudo, dejaría plasmada
en la retina el último amanecer de España; y se escucharían vivas en las estaciones, pero en la
de Vitoria Don Jaime, ante los insultos de “¡muera el Rey, mierda para el Rey y toda su familia!”, no pudo por menos  que indignarse, se apeó del tren y le propinó un puñetazo en el ojo derecho  a un joven.

[Img #35013]Entraré por la Puerta del Rastro o de la Estrella para colocar el fonendo en este suelo y
escuchar el pálpito de tantos corazones, todo ese mundo que llamamos ciudad o urbe, el espíritu, el alma de sus arcos, el silencio de los claustros,  los ecos de Santa Teresa, recordar la estampa del pintor Guido Caprotti, el italiano deslumbrado por los rayos de las piedras, que dejaría Monza  para darle calor y color a la soledad de su palacio de Superanda y, como Tosca, diría adiós a la  vida, en 1965; y se lo dijo a su ciudad natal cuando las  murallas se prendieron en sus ojos. Mi  amigo Díaz – Castilla es también en los que brotan estos colores y los refleja en la paz  castellana, pues como Benjamín Palencia y tantos otros – Sorolla, incluido – no han podido por  menos que dejarse arrebatar por la luz, sentir esa metamorfosis y recrear el mundo – cocrearlo,  que diría Theilar de Chardin – para engrandecer la obra del Señor. Son tantas las paletas, los  óleos que han recogido el aliento de la ciudad, que pasan de los dedos de nuestras manos.  López Mezquita, por ejemplo.

Siempre, siempre volveremos a Antonio Machado:∙”Españolito que vienes a España / te
libre Dios / una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Pero Ávila es más que esa
hoguera gélida de piedras y sueño de caballeros medievales, de lanzas y flechas, fantasmal
decorado bajo una luna de plata. Aún te hablará el viento que recogería las palabras del gran
historiador y presidente del Gobierno en la República – el último mohicano – Don  Claudio
Sánchez Albornoz y su nostalgia por decirle adiós a la saudade del tango y del exilio, porque la
nostalgia ¬ aunque sea un error – le apretaba el alma con la armadura de los años; y regresaría
como una paloma cansada y un mensaje de una sola palabra: Paz. Como quien le relatara las
Bienaventuranzas – bienaventurados los pacíficos – y volvería como únicamente retornan los
hombres cabales. Sí, como si escuchara la caracola de Stevenson:”No pido otra cosa: el cielo
sobre mí y el camino bajo mis pies”. Con qué amargura lo expresaría Unamuno frente a estas
seculares murallas: ”La mirada de su “Muchacha de Pueblo” es la mirada de España, mi Patria
querida de la cual estoy desterrado”.

Don Claudio consumiría los últimos rayos de su vida en el crepúsculo de quien se asoma
al balcón de su casa en la plaza de Santa Teresa y admira el bellísimo rosetón de la Iglesia de
San Pedro, y escucha el sonido de las campanas, tañidos que él quiso que lo acompañaran en
su despedida como un verso de Rubén Darío – “ya viene el cortejo / ya viene el cortejo…” –
pues, en ese momento, cuando su cuerpo iba, camino del cementerio, tañerían las campanas
ante ese templo, que engrandece con su rosetón la gran plaza, en la que, hace unos años, hubo
muchas desavenencias, con el edificio de Moneo.

[Img #35012]Yo también hago mías las palabras de Don Claudio, que moriría con noventa y un años; y
nos dejaría un hermoso testamento: ”La libertad y la democracia no consisten – dice – en
aplastar al adversario”. Y tendría el placer de conocerlo y lo escucharía con el fervor de quien es
consciente de  que está hablando con la historia; y dejaría un bello epitafio en el claustro de la
catedral, una frase del apóstol San Pedro, escrito en latín y castellano: ”Ubi spiritus Domino, ibi
autem libertas” o lo que, en román paladino, dice: ”Donde está el espíritu del Señor, allí está la
libertad”. Ese último adiós lo bendeciría el prelado Felipe Fernández, placentino y, precisamente,  en Plasencia, se alza una estatua muy realista de Adolfo Suárez, junto al río Jerte y ese puente  que evoca su recuerdo, gracias al regidor Mariño.

Con el latido de las dos Españas, en la despedida de Suárez, ya lejanos los versos de
Machado de “españolito que vienes al mundo / te libre Dios /. Una de las dos Españas ha de
helarte el corazón. Adolfo Suárez era mucho Ávila y viceversa. Cuánto podría yo contar de su
vida, especialmente en esa época, donde yo gozaba de la amistad de varios abulenses, muy
conocidos y, generalmente, mis viajes a Extremadura casi siempre pasan, de retorno, por una
estancia en Ávila. El Suárez de la Acción Católica – los años del rodaje de “Campanadas a Media  Noche”, de un orondo Orson Welles,  figurantes que romperían la cansina vida provinciana , Suárez, cautivador  y estudiante de Derecho, cursos libres en la Universidad de Salamanca,  Suarez y el obispo Moro Briz… Suárez y su escalada y tantos hombres y nombres, Herrero Tejedor, especialmente.

Ahora, en el claustro de esa bella catedral, Don Claudio y Suárez, se han unido, simbólicamente, duermen dulcemente el sueño de la reconciliación. “Que la tierra os sea leve”.