Cuando te haces vieja se te hinchan los pies.
De abajo a arriba había cosas susceptibles de hincharse con mejor propósito y resultados potencialmente inversos, pero no, tan sólo se te hinchan los pies.
Una ha desperdiciado tantas horas frente al espejo para nada, como mucho para engañarse a sí misma pensando que merecía la pena tal despilfarro vital y aun así, en ese patético caso, daba por supuesto que sí, que tal mentira merecía y mucho la pena.
Cualquier mirada resbaladiza por el pórtico helado de la perversión, más o menos biselada, era un viaje intrépido y por tanto apetecible. Llegar siquiera a imaginar un final feliz para tan procaz y vertiginosa singladura jamás se me pasaba, o sólo de muy tarde en tarde, por latitudes cercanas a la cabeza, pero el tiempo es juez y parte en este asunto y suele dictar a veces una sentencia inesperada.
Cuando aquel joven tropezó en el metro varias veces sus ojos con los míos, y luego los detuvo un instante eterno en estos senos que el wonderbrá había eficazmente realzado, sentí brotar tal vez la penúltima primavera que, paradójicamente, tiñó mi rostro de un rubor otoñal, tan rubicundo, que temí por momentos que algún observador indiscreto adivinara la causa de aquel estado de nervios y, aun así, no rehuí aquel contacto insolente de su audaz entrepierna con la flácida calidez de mi, he de reconocerlo, ya vencido trasero.
Justo antes de bajarme del vagón advertí, no sin gran aprensión, al observar la cremallera abierta y mancillada de esa cajón de sastre en que he convertido mi bolso, que el objeto de su ardor era quimera y que, además de la cartera, el muy canalla me había robado la legítima ilusión de sentirme sinceramente deseada.
Así sucede inexorablemente que nuestra fecha de caducidad casi nunca se corresponde con nuestras ganas de vivir y que, después de todo, somos yogures a punto de caducar en el stand de un supermercado, expuestos preferentemente hacia la vista pero unánimamente rechazados.