Cada día, cuando miras el Universo, expresado en cursivas y redondas, en esas hojas volanderas de los diarios, “la artillería de la libertad”, hojas que nos llenan los ojos de sorpresas y pálpitos, alteran nuestro ánimo, lejanos ya de las desaparecidas platinas de los periódicos, “el mejor oficio del mundo”, el periodismo, según García Márquez. El diario / los diarios, convertidos en la historia efímera y sucinta de veinticuatro horas, el palpitar de redondas, cursivas y negritas, reglones torcidos de los hombres, capaces de alterar el ánimo del ser más sosegado, la historia de un día…, el amigo de papel que, en su tiempo, envolvía el pescado, historia mundial de un día, resumida lectura, junto al sabor y el calor del café.
Y, naturalmente, a las páginas de España – lo que llamábamos nacional –. Hasta en el ruedo de España, harían el paseíllo una dinastía taurina, anunciada en los carteles como “Nacional” -uno de ellos, por cierto, resultó muerto, ya hace años, por un botellazo de un desalmado en la plaza de toros de Soria”. Naturalmente, una vez “que he saludado, montera en mano”, quiero ceñirme a la vieja piel de toro y a la famosa frase:”¡Qué país, Miquelarena!”
Cuando lees, ves, observas, la piel cuadrangular del añorado papel – cuántas sugerencias brotan en esas columnas -, volcanes de suspiros en el apartado de redondas y cursivas del pensamiento y, por ende, del sentimiento. En el remanso del guerrero, por los ruedos hispánicos, en esta vieja Iberia, cómo brotan olés tristes y conmovedores de lo que llamamos España – esa que José Antonio decía “que amamos – a España – porque no nos gusta”.
A veces, mis ojos se deslizan por esos brotes hispánicos de redondas y cursivas y siento un extraño hedor de ciertas lagunas hispanas – digamos corrupción o corruptelas – ; y combato el hedor con colonia, no exento de una moderada crispación. Cómo recuerdo, entonces, a Don Antonio Cánovas del Castillo, en una Sesión de Cortes. Cuando el secretario, se disponía a la lectura del inicio de la Constitución Española y, no exento de protocolo, con cierta solemnidad, comenzaría con el artículo uno: ”Son españoles…”- Interrupción. Entonces, Cánovas se levantó del banco azul y, ante el silencio, prosiguió:”¡Aquellos que no pueden ser otra cosa….!”. Imaginaos el alboroto de los senadores.
Esa frase retrata a la Vieja Iberia y yo suelo citarla con frecuencia, ante la vulgaridad de ciertas personas o comportamientos. A esa sentencia, sumo la magistral, la del periodista, Jacinto Miquelarena, que acabaría sus días en las vías del Metro parisiense. Antes de este triste suceso, cuando Miquelarena regresaba a París, “a París va papá”, en el rápido de Irún, saldría a despedirle Pedro Mourlane Michelena, su gran amigo. Miquelarena estaba asomado a la ventanilla y hablaba con Mourlane, que se hallaba en el andén. Un militar de alta graduación, esperaba la salida del tren, acodado en la ventanilla de al lado. Entonces le ordenó al asistente: ”Vete a la cantina y me traes una guindilla picante”. A todo correr, obedecía órdenes y, un poco alejado, escuchó que su superior lo llamaba:”¡Eh, pero que pique mucho, porque si no, te la voy a meter por el culo!” Debería haberla registrado, porque, especialmente, abuso mucho de esta cita, que, en cuestión de trenes y muchas facetas más, sabe mucho mi amigo Gonzalo Garcival, voz crítica y atinada de una visión hispánica, siempre lleno de sutilezas.
Así ha quedado, pues, enmarcada esta frase en el ambiente periodístico, que ha pasado a la posteridad. Así que la rescato, con harta frecuencia, por la filosofía que encierra en esta vieja Iberia de mis amores y en la posteridad: ”¡ Qué país, Miquelarena, qué país!”