AY, CARAMBA, CARAMBA

Siempre he dicho que me gusta la franqueza de los hombres con los hombres, ese decirse las
cosas de frente, esos apretones de mano que cierran conflictos. Y ya está.

Viene todo esto a colación por lo duro de algunas intervenciones en órganos políticos que he
escuchado últimamente. Al terminar los actos donde se han producido, alguno de los
«contendientes» ha visto normal, y lo ha hecho, el acercarse a despedirse de aquellos a quienes
tan duramente ha interpelado.

No sucedería nunca eso con una mujer, lo cual revela el viejo desconocimiento y desconfianza de
un sexo hacia el otro, esa falta de empatía entre ambos que a veces existe en los asuntos
profesionales, personales o políticos. Ese «machismo» subliminal que nadie osaría reconocer en
voz alta. Desde luego no se produce casi nunca entre mujeres, tan complicadas que somos.
El otro día en la segunda parte de la serie «Carlos, emperador» (que ahora vuelve a verse en
televisión) sonó de nuevo la fórmula que usaron los nobles castellanos al exigirle juramento para
acatarlo como rey: «Nos, que somos tanto como Vos…». Esa vieja creencia, que algunos llevamos
inscrita en los genes, de que todos los humanos somos iguales en relación a los derechos y al
trato que merecemos. Porque si bien la igualdad de oportunidades no existe, si que es cierto que
muchos nos sentimos obligados a buscarla como referencia para nuestras acciones y las de
nuestros semejantes.

Bien sé que seguirla no garantiza nada. En mi época de alcaldesa lo descubrí de forma abrupta y
dolorosa. Pero como decía una de mis abuelas: «lo que no mata, engorda», así que «no hay mal
que por bien no venga» (ay, caramba, que hoy vamos de refranes y me desvío).
He conocido a buenos profesionales defensores de que en política siempre se cumple la «teoría
de los ciclos». La que explica que un partido pierde las elecciones porque (de alguna manera) le
toca y puesto que pierde por un cúmulo de circunstancias haga lo que haga deberá esperar un
tiempo para lograr el favor del votante antes de volver a ganarlas. Sin más.

Mucho me temo, amigos, que en la actual situación esa teoría ha saltado por los aires,
manifiestamente cambiada. La entrada de nuevos partidos ha distorsionado la realidad social y
política y lo que, de forma más o menos clara, se cumplía hasta ahora ha dejado de ser una
realidad con todas las de la ley.

Es una evidencia, por tanto, el claro «desnorte» de los puristas clásicos . Las reglas de siempre no
funcionan. Por eso no tiene nada de extraño que los movimientos, hasta la fecha realizados, sean
más de cosmética que de otra cosa, y que en el fondo, las viejas formas de hacer política sigan
imperando, incluso entre gente muy joven. Son reglas contrastadas con la práctica Y ello les hace
sentirse seguros.

Si en algo se pone todo el mundo de acuerdo es en que hay que transmitir credibilidad. Y
coherencia. Y un producto. Y claro, ya estamos hablando de palabras mayores. Para que un
partido sea realmente tenido en cuenta por los ciudadanos de un país, de una autonomía o de
cualquier localidad, debe hacerse entender a través de unos objetivos que compartan la mayoría
de los posibles votantes. Los liderazgos no los otorgan unas siglas, aunque sean afamadas, sino
unas conductas a las que los vecinos valoren. Y un hacerse cargo de las preocupaciones de ellos,
por adelantado.

Pero ¿cómo conseguirlo desde cada casa? ¿Como practicarlo sin bajar o subir allí donde está la
gente a la que se quiere convencer? El activismo social es extraordinariamente importante en
nuestra época. Hecho de otra forma, claro. Sabiendo que los medios están ahí. Que las redes
están ahí. Y que las últimas campañas se han ganado o perdido en los platós de las televisiones