En ese afán de poner etiquetas a todo, que a veces nos afecta, leo un debate en las redes sobre
si el país es de derechas o de izquierdas. Las posturas son diferentes. Sin pretender ninguna
polémica, para mí está claro que aquí y ahora nuestra sociedad es profundamente conservadora.
A lo mejor ni lo sabe, conocida la capacidad de autoengañarnos hasta extremos inconcebibles. Lo
demostramos cuando, metidos ya de lleno en la crisis que aún nos asola, seguíamos defendiendo
que éramos de clase media por tener un chalet hipotecado con una entidad bancaria, un préstamo
para la comunión de la pequeña y dos coches de uso diario. Luego el trabajo se iría y con él la
euforia.
Pero a lo que iba diciendo. Nuestra sociedad es hoy una sociedad profundamente conservadora,
algo que se percibe (al menos yo así lo veo) en los juicios, pareceres y anatemas con los que
aderezamos cualquier momento de nuestra vida, y sobre todo la de los otros. Me parece hasta
legítimo. Y sin duda por ello sigue teniendo mayor número de votos el partido popular.
De repente, y como quien no quiere la cosa, los efectos económicos de la crisis han traído
aparejados unos efectos sociológicos impensables hace solo unos diez años en los que todos nos
mostrábamos mucho más abiertos hacia los demás, cerca y lejos, de nuestro entorno. Ahora el
miedo bate récords y nadie arriesga, claro.
Con las carencias que, salvo un grupo pequeño de escogidos, sufrimos todos, ha llegado una
desconfianza de tal nivel que cada cual «se la coge con papel de fumar» (que diría el castizo) a la
hora de manejarse en el mundo.
Ya no hay presunción de inocencia para nadie. Todos culpables, incluso de no serlo, todos
juzgados sin derecho de apelación. Todos sospechosos de no saber conducirse, en la vida, en la
profesión, en los negocios. Todos reos.
Y es aquí, en este contexto en el que los partidos clásicos, esas estructuras creadas para la
defensa de unos ciudadanos o para el progreso de las sociedades, no han estado a la altura de
las circunstancias al no haber sido capaces de evolucionar.
Tacaños en ideología, faltos de mentes pioneras, se han echado en brazos de hipotéticas
empresas asesoras de comunicación buscando parecer lo que no son. Construyendo un discurso,
válido para los mítines de campaña, pero inoperante a la hora de aplicarlo pues la realidad global
no siempre es la concreta de unos lugares específicos, cuyo ritmo de desarrollo va por detrás de
la media.
Los partidos defienden causas justas y lejanas pero no suelen defender las concretas. Defienden
la competencia aunque no la practiquen y el empoderamiento (esa larga palabreja tan de moda)
de lo justo, de lo bueno, de lo mejor… aunque luego vendan o compren el producto a granel, sin
escrúpulos, bajo el matiz de que todos somos iguales. Y nadie imprescindible.
¿Pero qué hubiese pasado si Mandela no hubiese existido?¿Surafrica hubiera evolucionado
igual? No lo creo. Y en situaciones concretas, ¿qué ocurriría si el cirujano no tuviese práctica al
operar? ¿O el conductor de camiones no condujese bien?
Ha llegado la hora de hablar y tratar los problemas con profesionalidad, ya es hora de cambiar los
canales cuando claramente no funcionen. Y de buscar, entre todos, soluciones para la generalidad
y no para el bolsillo propio. La política no debiera ser nunca una agencia de colocación.