De cuánto mi padre y otros de su generación contaban, hemos aprendido nosotros. De
sus historias y anécdotas hemos descubierto lo qué fueron sus condiciones de vida,
cuáles sus intereses y los de algunas instituciones clave como la escuela y la familia. Sus
historias nos han enseñado mucho más que las sesudas investigaciones de los muy
sesudos catedráticos.
Tanto han cambiado las cosas que este país parece otro país, aunque quizá no sea así
del todo. Por ejemplo: la diferenciación entre zonas rurales y urbanas no es tan nítida, ni
sus preocupaciones. A medida que indagas, lo notas: los viejos problemas ahí siguen, los
antiguos fantasmas, también. Quizá por ser males endémicos. Incontrolables.
Yo nos veo a los españoles como un poco de vuelta, sin creer verdaderamente ni
profundamente en nada. Tal vez para sobrevivir. Con ese punto canalla que permite
reírse, en el fondo, de las cosas, siempre que no se pongan demasiado tremendas.
Puedo equivocarme, resulta difícil tratar estas cuestiones porque nadie quiere, de verdad,
hacerlo. «No te pongas transcendente -te dicen, a la primera de cambio- ¿para qué?»
Así que la nuestra es cada vez más una sociedad amoral. De las de cambiarse de «silla»,
si llega el caso, por intereses más o menos espurios. En un clima de distanciamiento
emotivo que lo permite sin sufrir, y que refuerza sus códigos de conducta, entre acordes
de sinfonías de entendimiento, pregoneras de una convivencia hipócrita, pero convivencia
al fin y al cabo. ¡Vivan las relaciones humanas!
Los ejemplos están por todas partes: desde los medios y las tribunas rogamos a partidos
de distintivos y programas contrarios que se pongan de acuerdo cómo sea, pues el fin de
hacer un gobierno justifica los medios usados para ello; propiciamos que aparezcan como
líderes campanudos, personas sin pasado ni trayectorias que las avalen; consentimos que
nos sermoneen diariamente sobre quiénes son los buenos y los malos en cualquier
situación, personas como nosotros pero con recursos mediáticos a su alcance; nos dicen
cuándo hay cultura, y cuando no, en la multitud de eventos que se programan; lo qué
debemos leer y ver en el cine, nuestros vestidos y nuestras necesidades, nuestras
comidas y hasta si hemos de tener, o no, mascota en casa…
Así que, sin darnos cuenta, caminamos por el carril de las convenciones, autómatas
perdidos, en este mundo mitad analógico, mitad digital que nos ha tocado. Y ¡ay! de quien
no siga la senda prescripta, que se puede enterar…Por raro. Por antisocial. Por creído e
independiente.
Y como vivimos en en mundo global, esto no sólo ocurre aquí, en nuestros entornos
cercanos. Cuando saltamos a otro territorio los comportamientos se repiten; de otra
manera, con otras costumbres, pero se repiten los modelos miméticos de civilización.
Idéntico el vestir, los peinados, las costumbres…en el ciudadano medio.
Yo me reía cuando una amiga con hija adolescente me explicaba que a lo lejos y entre
varias era incapaz de saber cuál era la suya, todas con pelo lacio, vaquero y chupa negra.
Todas uniformadas con el mismo patrón. Y eso que decían que el nuestro no es un país
comunista…