«Hay dos Españas: una urbana y europea, y una España interior y despoblada. La comunicación entre ambas ha sido y es difícil. A menudo, parecen países extranjeros el uno del otro. Y, sin embargo, la España urbana no se entiende sin la vacía». Este es el punto de partida de: “La España vacía. Viaje por un país que nunca fue”. Un libro que ha escrito Sergio del Molino, como fruto de sus viajes por esa España profunda, mezcla de mito, y sobre todo de desconocimiento. No es raro, por lo tanto, que sus pasos también se dirigieran a pueblos extremeños, que aparecen como prototipos de un mundo mítico, rural, tanto del desamparo, como de las pasiones que parecen inundar un universo cerrado, como han sido las Hurdes o Puerto Hurraco, para descubrir la falsedad de ciertos tópicos.
En este desconocimiento tienen un lugar destacado las autovías, ahora se va de un lugar a otro a gran velocidad, sólo algunos rótulos nos recuerdan que entre ambos puntos, de nuestro origen y punto de llegada, hay otros pueblos. Todo esto ha generado, en mucha gente, una especie de ingenuo bucolismo, que recuerda el antropocentrismo renacentista, en el que al hombre de los pueblos, en la actualidad, lo consideran, el depositario de la inocencia perdida por el urbanita y guardián de la pureza de la naturaleza. Todavía en el s. XVIII, el extremeño de Ribera del Fresno, Juan Meléndez Valdés, escribía sus églogas, reflejando estas ideas, pero ahora se ha retomado en el ideario urbanita.
Pero nada de esa fantasía tiene que ver con la realidad.
Tras las elecciones pasadas,miré en internet, quienes habían ganado en el pueblo conquense de la Serranía de Cuenca, del que proviene toda mi familia. El censo se había reducido a 88 personas, cuando la última vez eran 125. Las noticias que me llegan, con frecuencia, son: Ha muerto fulanito/fulanita. Lo que es normal, porque la población está muy envejecida. Si a esto se añade que muchos de ellos se trasladan, sobre todo en los duros inviernos, a los domicilios de sus hijos que se marcharon, en aquellos aciagos años entre los cincuenta y mediados de los setenta, a Madrid, Valencia, Cataluña y País Vasco, nos da una imagen cabal, en la que sólo hay que cambiar los nombres, de lo que está ocurriendo en miles de pueblos de esta España interior que se nos muere. En realidad, no se mueren, los están matando. Son lugares que en el mejor de los casos, como reflejaba Miguel Delibes, buen conocedor de la España interior, en el “Disputado voto del señor Cayo”, son visitados por algún político en las campañas electorales para que el voto se incline a sus siglas, para olvidarse de ellos posteriormente. Sus grandes extensiones, a veces con una gran riqueza paisajística, son manipuladas desde los despachos, como si no hubiera población en ella, expropiándoles la Administración la gestión de sus propias tierras, mediante la instauración de Parques Naturales con mentalidad urbanita y que les impide utilizar, como siempre lo habían hecho, sus propios recursos, convirtiéndolos en forasteros en su propia tierra. Los pocos ganaderos que existían, ven que las trabas por unas exageradas normas “conservacionistas” les hacen vender sus ganados y llaman al familiar que vive en Madrid, o en la capital de provincia, para ver si allí consiguen trabajo, o en el mejor de los casos, si ya tienen cierta edad, no se van, pero sus hijos no continuarán. Esto provoca que en la época de verano nuestros bosques se incendien, unas veces por el abandono, y otras intencionadamente por despecho. La introducción de animales “que estuvieron allí”, como ciervos, gamos, jabalíes, lobos u osos, crea desconcierto, como el del ganadero que vio cómo atacaban a sus terneros una manada de lobos y no supo qué hacer sino fotografiarlos, porque: “Si le hago daño a uno de ellos es posible que encima me cueste tener que pagar una multa”. La sinrazón conservacionista pasa por tener que recoger a los animales muertos, mientras que a los buitres se les alimenta con carne comprada, o acuciados por el hambre, se apuestan junto a una vaca pariendo, esperando que para, para comerse el ternero recién nacido. Si van a algunos de estos pueblos dejados de la mano de los hombres, les costará acostumbrarse a los continuos disparos de los cañones de gas, dispersos por los campos, para evitar el destrozo de los animales, que según parece tienen más privilegios que los habitantes.
Pero quizás este lazo, que poco a poco va ahogando a estos pueblos, se identifique con la carencia de servicios, y que los urbanitas, que sobre todo en verano les dan una cierta vida, durante un par de meses, echan de menos. Nadie duda de que el agua corriente, la energía eléctrica y el alcantarillado son unos elementos imprescindibles, pero en la actualidad existe otro tan importante o más que ellos, la banda ancha y el repetidor para móviles. Hoy nos resulta inconcebible salir a la calle sin el móvil, y todos, desde la Administración a los bancos dan por supuesto que todos tienen acceso a internet, sin embargo muchos de estos pueblos carecen de él. Se demoniza mucho a las Diputaciones, quizás en muchos casos con razón ya que con frecuencia la mayor parte de su presupuesto se gasta en servicios lejos de estos pueblos, como residencias de estudiantes o instituciones sanitarias, que deberían ser competencia de la Administración, ya fuera Central o Autonómica, cuando se debería utilizar este dinero en garantizar ciertos servicios a los pueblos, como es el caso de los repetidores para móviles, o internet, que de momento no serían grandemente utilizados, de ahí que las Compañías sólo las reactiven en verano y previas quejas de los usuarios, pero abrirían posibilidades a ciertos emprendedores, que los hay.
Podría introducir en esta reflexión la perplejidad de muchos de estos “pueblerinos” que se ven obligados a dejar sus raíces y lengua, pese a ser la de todos, ya que sus hijos son educados en una, que no es la común, lo que les obliga a renunciar a sus orígenes, y raíces. Pero esta, es otra historia, que quizás otro día cuente.