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DIOS SALVE A ESPAÑA

OPINIÓN
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Hubiere
podido escribir -¿y por qué no?– «Dios salve al Rey» (Good save the
King), en versión inglesa si el monarca fuere varón, de la patriótica canción
del Reino Unido, tradicionalmente utilizada como himno nacional y de los demás
países que reconocen a la Reina o al monarca británico como su jefe de estado.
Todos hemos sido testigos, en alguna ocasión, del respeto y de la unidad con
que los británicos se unen en el canto de su himno, ya sea en la boda del
príncipe Guillermo con Catalina, o al inicio de algún partido de fútbol; pero
extrapolar su letra al monarca español en vísperas del 82 aniversario de la
proclamación de la II República, y con la que está cayendo, pudiere ser calificada
por muchos de los antes considerados «republicanos del rey don Juan
Carlos» como una ofensa más que como una señal de respeto hacia el símbolo
que encarna «la unidad y permanencia de la patria». Por ello, y
porque España está hoy más que para un debate entre Monarquía o República, para
atajar sus males de raíz y solventar sus problemas, que fueren muchos y más
importantes que su forma de Estado que, hasta la fecha, ha dado al país más
beneficios que daños morales, como el paro o la corrupción generalizada de
instituciones y personas. Y esto no lo ha hecho el Rey -que reina, pero no
gobierna-, sino los sucesivos gobiernos, los partidos, las instituciones …

          

  España no es el Reino Unido, ni mucho
menos una clase política que mirare para sí más que para los demás. Cuando
renuncia a sus compromisos y promesas electorales desde el momento mismo de la
jura o promesa de su cargo, eludiendo la «lealtad al Rey» prevista en
la fórmula del reglamento, para declararse implícitamente
«republicano» antes que monárquico, con la boca chica antes que con
la grande, abdican como políticos de su voluntad de servir a los ciudadanos que
les eligieron. Y quienes esto hacen no pueden pedir ahora al Rey su abdicación,
ni a la infanta, ni menos, como hacen otros, su divorcio. Esto es algo que
compete al Gobierno o al Parlamento y a todos los españoles decidir en
referéndum; y sobre cuestiones  personales, como la renuncia a la línea de
sucesión a la Corona -cuando la infanta imputada fuere la séptima-, y no
hubiere ley al efecto, o más aún su divorcio, e incluso el título de ducado, es
algo que corresponde al Rey o a ellos mismos decidir. Son ellos quienes abdican
de sus compromisos y obligaciones; patriotas de pacotilla capaces de hundir a
la patria con tal de salvarse a sí mismos; los que hubieren vergüenza de su
bandera e himno, incapaces de hacerle una letra para cantarla todos juntos,
como nuestros vecinos europeos, aunque ganemos las Copas del Mundo y de Europa
de fútbol, el país «mediocre» del que hablare Forges, aunque tengamos
lo que merecemos.

           

Todo el mundo es inocente mientras
no se demuestre lo contrario. Ser imputado significa, en Derecho Penal, aquella
persona a la que se le atribuye un delito, siendo uno de los más relevantes
sujetos del derecho procesal y, en su calidad de tal, le amparan ciertas facultades,
elevadas a la categoría de garantías procesales, como las de defensa en juicio,
presunción de inocencia y otras; pero la imputación no implica delito, aunque
no imputar a la infanta sería negar que la justicia no fuere igual para todos,
y «dejaría que la incógnita se perpetúe», en palabras del auto del
juez Castro, lo que sería «un cierre en falso en detrimento de que la
justicia es igual para todos», como proclamare el Rey en su discurso de
Nochebuena de 2011.

            

Aunque el caso Noos sea el más mediático,
por tener como protagonista al yerno del Rey, y ahora a su esposa, la infanta
Cristina, hay que recordar que en mayo de 2012 había en España 800 cargos
públicos imputados, de los que 100 figuraron en las listas de las últimas
elecciones. El caso Gürtell, o el soborno a políticos del PP a cambio de la
adjudicación de cargos públicos; el caso Palma Arenas, que se ramifica en otros
veinte casos, y que afecta tanto al PP como a Unió Mallorquina; el caso
Campeón, en Galicia, con la imputación del ex ministro socialista Blanco; los
Eres falsos de Andalucía, en el que están implicadas más de 1.500 personas; el
del Palau de la Música de Barcelona; el caso Pókemon, de Orense, que afecta a
las tres principales fuerzas de Galicia (PP, PSOE y BNG); el caso Pallerols,
sobre la financiación irregular de UDC de Cataluña; los casos Bárcenas y
Malaya; el caso Pretoria, que afecta al alcalde de Santa Coloma y a figuras
claves de los gobiernos de Jordi Pujol; el caso Mercurio, o el de las ITV,
derivado del caso Campeón; las preferentes y subordinadas; los bancos y las
cajas, de los saqueados y saqueadores…

            

A tal extremo llega la corrupción en
España, que la falta de credibilidad de la clase política preocupa tanto como
el paro y aquella, y afecta al descrédito de la política y a la desafección a
los políticos en general. El propio ex presidente de la Junta de Extremadura,
Fernández Vara, proponía castigar la corrupción con penas equivalentes al
asesinato. «O salimos los políticos de la vía muerta, o la que se muere es
la política», escribía el pasado enero en su blog.

           

Con todo esto, quien más pierde es
la marca España, no estos o los otros; quien más sufre es la infanta, que ha
dado muestras de una fidelidad y amor a su familia que para sí quisieren
muchos; y quien también sufre, impertérrito, es el Príncipe, por los pecados de
otros. España está, y debe estar, muy por encima, y más en la hora presente, de
definiciones categóricas que no sean la ética, la transparencia, la fidelidad
al servicio público con honestidad, y el imperio de la ley por encima de todos,
sin indultos ni amnistías. Y, sobre todo, no condenemos a nadie de antemano,
porque todos somos inocentes hasta que no se demuestre lo contrario. Y del Rey
abajo, ninguno, como escribiere Zorrilla, ni en derechos ni en honra, pero sí
en honores, porque él, el Rey, los hubiere por derecho. 


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