Confieso ante los lectores que mi mundo de valores y proyectos políticos está enmarcado por dos documentos: la solemne Declaración de DDHH de 1948 y La Carta de la Tierra del 2000. Consecuentemente, con ello le otorgo a la ciencia económica el papel de instrumento al servicio de los objetivos contemplados en ambos.
La Constitución de 1978 declara que los Derechos Fundamentales contenidos en ella se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y demás tratados sobre esta materia firmados por el Reino de España. Con notable ligereza y reiteración se liga la creación de empleo al crecimiento económico y en función de ello se han hecho reformas laborales, contrarreformas fiscales, luchas contra el déficit con recortes draconianos en gasto social, pensiones, jubilaciones, salarios de funcionarios, servicios básicos, etc. Y el empleo no se crea, se sigue destruyendo y a lo más que el poder se aventura es a invertir unos miles de millones de euros para incentivar a las empresas y que éstas creen minijobs, es decir empleos en precario.
Las condiciones… se crean
¿Para cuándo el desempleo irá reduciéndose? ¿A qué ritmo? ¿Qué tipo de empleo? Sobrecoge pensar que estos partidarios del rigor económico con sus ecuaciones, estadísticas y análisis de modelos matemáticos, llegan a un punto en el cual toda apelación a la ciencia económica se trasmuta en confiar en los mercados, generar confianza, esperar a la salida de la crisis… Combinan envoltura científica con adoración a fuerzas telúricas que actúan por encima de nuestra voluntad.
Llegados a este punto se impone desarrollar el imperativo que marcan los grandes acuerdos y objetivos aprobados por los países. El empleo se crea, las condiciones económicas para ello se crean, los poderes públicos marcan las líneas de la macroeconomía y dejan a la iniciativa privada las de la microeconomía. No se puede blasonar de defender los DDHH y a la vez hacer dejación de la responsabilidad en su cumplimiento.