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EL IRRESISTIBLE ATRACTIVO DE LOS MERCADOS

OPINIÓN
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De joven, visitaba con frecuencia el mercado de
abastos de Badajoz. Aquel edificio metálico de los tiempos del Modernismo, que
ahora se arruina en el Campus Universitario de la ciudad. Olía a fruta y a
verdura, a pescado fresco y a carne troceada. Y en los alrededores, por las
calles estrechas del corazón del Casco Antiguo, se desparramaban las tiendas
con sus productos en la calle y su aroma de especias, voces de vendedores y
risas de chiquillos.


La ciudad se quedó sin el mercado, aunque se infló
de grandes superficies comerciales, con música ambiental -a veces tan
insoportable- y megafonía informando machaconamente de ofertas, con esa voz que
te recuerda a las llamadas de la hora de la siesta ofreciéndote que mudes de
compañía telefónica, a cambio de gangas increíbles.


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Hace un tiempo se creó una “Plataforma pro Mercado
de Abastos” y lucha en medio de las incomprensiones oficiales, que están por la
labor de esa “modernidad” de los grandes almacenes de firmas poderosas,
extensoras de tentáculos por lo largo del mundo.


¡Cómo añoro aquel mercado provinciano tan bien
abastecido, tan variado en productos, vendedores de atención familiar! Un poco
nos consuelan los concurridos mercadillos semanales, pero ya no es lo mismo.
También los tienen esas otras ciudades que siguen manteniendo su mercado, su
plaza de abastos con un sabor inalterable.


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Ahí los zocos laberínticos, que alternan los
espacios cerrados con calles abiertas, plazoletas y rincones, para darnos
envidia a los que gustamos de interminables tiendecitas. Desde el lujoso Gran
Bazar de Estambul, al populoso, interminable zoco de Marraquech o el no menos
inabarcable de Tetuán, por donde últimamente he paseado, comprado, como si
estuviera en un cuento de las Mil y una Noches, entre las sombras de mujeres
envueltas en ropajes imposibles y vendedores que disponen de todo el tiempo
para atenderte sin la mínima prisa.


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Ahí ese humilde, caótico mercado, entre al aire
libre y edificio basilical, de Santo Domingo, donde reina la venta de pollos
hasta hacernos temer se acaben por el mundo, y al que vienen cada día a comprar
en sus desvencijadas camionetas los haitianos vecinos.


O ese otro de Cuenca, la hermosa ciudad de Ecuador,
Patrimonio de la Humanidad, que es toda una explosión multicolor, multiolor,
multisabor de frutas como en parte alguna he podido encontrar.


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Pero sin ir tan lejos, nuestra Península sigue
llena, por fortuna de mercados. Ciudades, pueblos incluso de los más pequeños,
tienen la suerte de gozar aún de este elemento que devoran las grandes
superficies, sin poder ofrecer su cercanía, calidez e incluso calidad.


Siempre me atrajo “La Boquería”, en las Ramblas de
Barcelona. Tan completo, inmenso, colorido…, donde se encuentra lo mejor, venido
de todos los lugares más dispares a través del gran puerto cercano.


O el de Cádiz -¡oh, los mercados andaluces!-,
rebosante de esos pescados y mariscos de la Bahía, que perfuman sus
instalaciones. Algo que también pasa, por ejemplo, en Setúbal, con su hermoso y
renovado Mercado do Livramento, original como pocos, con esas gigantescas
esculturas alusivas a los trabajos relacionados con la pesca, la
agro-ganadería, el comercio… diseminadas por sus instalaciones, y la magnífica
azulejería de la entrada.


Cada ciudad merece conservar su mercado,
reinstalarlo si un día lo perdieron en aras del confuso, equivocado, “signo de
los tiempos”, que devora tantas veces lo mejor de nuestras señas de identidad.


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