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No le gustaba nada la nieve. En su catálogo de odios, ese meteoro
blanquecino ocupaba un prominente lugar.  Se le antojaba leche
ordeñada por un dios caprichoso que la repartía luego como confeti, convencido
de su festiva y plausible prodigalidad.

Se imaginaba al intangible
plácidamente sentado en una mecedora, absorto en el chisporroteante crepitar de
una fabulosa chimenea leyendo a Proust.

Él, sin embargo, aborrecía su
amarronada decadencia y algún que otro resbalón premeditado, mas no podía
evitar dejarse hipnotizar tras la ventana cuando se fraguaba el increíble
espectáculo de tanta pureza.


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