Como aquel primer
sonido del primer alba, el estallido malvado de las malvadas bombas que dolían
tanto en la conciencia o aquella máscara constante de seres humanos que
pretendía parecer hombres que se afanaban por conseguir la liberación de su
miseria o todo el barullo de mercadería alrededor de la guerra, solo para
llevarse a Ricardo Garcia y Javier Espinosa a taparles las agallas y la
voluntad. Nunca lo habrían conseguido, lo saben, pero primaba lo mediático para conspirar contra la paz de manera tan inútil.
Ya no, ya no están confinados al miedo de los suyos porque la fuerza de una
complicidad les ha devuelto a su mundo de pensar, de fotografiar imágenes, de
abrazar hijos y de reír de nuevo.
Al
verles en la alegría del primer encuentro
habremos pensado qué recuerdos traen para romper y qué dolor para tapar; qué
les habrá ocupado la memoria, qué pensar se les morirá en los relatos, qué de
la libertad ausente se les quedará en el alma.
Ahora
son los nuestros héroes que nos robaron a punta de muerte y para nosotros
vienen como la parte de vida que nos
faltaba en este promedio de esperanzas que nos anima a crecer hombre a hombre.
Ahora no tendrán en la incertidumbre la pistola del odio dispuesta a ocuparse
de sus descuidos, se descuidarán en el hogar al completo antojo e intentarán
resarcirse de tanto golpe, de tanta maledicencia y brutalidad.
Volverán
al trago de la tarea con las misma ejemplaridad de los voluntarios; no les
gusta el horror pero necesitan seguir contándolo para exterminarlo. Y verán
crecer los sueños de los hijos y de los suyos y otra vez se irán a ponerle
razón a los conflictos con la lealtad al deber y a los principios, y se subirán
a las nubes para divisar de cuántos nudos de insensatez se hace la maldad y se
bajarán para contar cómo son las
palabras y cómo las imágenes capaces de impedir las guerras.
Y
se ocuparán de prescindir del recuerdo para que todo sea olvido.