Este es el mes de las romerías.Cada pueblo tiene un santo al que venerar y el domingo correspondiente montan sus carretas (o el remolque del tractor, que ya carretas casi no quedan) con flores de papel y se marchan tan contentos al prado que rodea la ermita con sus cestas, sus manteles de cuadros y sus botas de vino.
Eso
aquí, que los americanos de EEUU, como no veneran santos ni tienen ermitas, se
van a Sentralpar en niuyor con sus cestas de mimbre y sus manteles de cuadros;
pero ellos no le dicen romería, lo llaman «Pic-Nic», van en bicicletas
y beben cocacola. Hacen bien, vista la calidad de los vinos americanos.
Extendido
el mantel de cuadros encima de un
hormiguero, rodeado de espinos, zarzales, cardos borriqueros, boñigas de vaca y
todas esas bellezas bucólicas de las que prescindimos, tontamente, el resto del
año, sacamos de la cesta toda clase de viandas, comida en frio, que se llama:
Pan de hogaza, hornazos, empanadillas de bonito, chorizos, salchichones,
patateras, morcillas, butifarras… y las inevitables chuletillas de cordero
empanadas. ¡Ah! y la bota de vino.
¿A que
si?
Pues
en mi pueblo no llevamos las chuletillas, llevamos los «filetes de
romería», que viene a ser lo mismo pero sin palito.
Los
hacemos tal que así:
Le
pedimos al carnicero que nos corte unos filetitos de magro de cerdo lo más
finitos que sea capaz.
Luego,
en casa, machacamos unos dientes de ajo con sal, le añadimos una cucharadita de
cominos y otra de pimentón dulce y lo desleímos con un chorrito de vino blanco.
Vamos colocando los filetes por capas en un recipiente de paredes altas,
salamos ligeramente y regamos con una buena ración del «machao»,
colocamos otra capa de carne y repetimos la operación hasta que se nos acabe la
carne. Si quedare algo del «machao», lo vertemos por encima.
Reservamos
en lugar fresco un mínimo de dos horas.
En una
sartén echamos suficiente cantidad de aceite de oliva. Mientras se calienta,
vamos sacando los filetes, los secamos con papel de cocina para que no tengan
humedad y los vamos pasando por harina y huevo batido. Los freímos hasta que
estén doraditos. Los sacamos y los ponemos sobre papel absorvente para
retirarles el exceso de aceite. Los metemos en una fiambrera y ¡P´á la ermita!.
En el
caso harto improbable de que sobrase alguno, quedan deliciosos en el bocata del
niño para el recreo o para el tentempié de las once en la oficina, en serio.
Lo que
ya no sería oportuno es llevarse también la bota del vino.