Por el aire de las bocacalles, respiraba un aroma
indefinible, quizás me recordara Fray
Luis de Guevara “el menosprecio de Corte y la alabanza de aldea”, cuando
un adolescente como yo abriría mi corazón al pálpito emotivo, sin embargo,
silente y granítico del templo de Santa María y los palacios altivos y pétreos,
que recortaban un cielo azul surcado por el vuelo de cigüeñas. Como si Platón
me enseñara la ciudad y, especialmente, aquella plaza, “plaza de Santa María,
tan vuestra, tan mía”. Me venía el lejano olor de los prados, ahora dormidos,
frente a esta monumentalidad palaciega, obra del hombre y la altivez de Miguel
Hernández: “Alto soy de mirar a las palmeras”. Sí, en aquella plaza, de
inciensos y latines, misas y rosarios, novenas; y el tañido de campanas. Era todo
tan nuevo para mí, que miraría la entonces iglesia de Santa María y los
palacios de la plaza, con la ensoñación de una niebla entre la magia y la
realidad.
Oía los pasos sobre las losas de la plaza y
descubriría, lentamente, todo ese mundo que me envolvía. Sabría, por ejemplo,
que creció el llanto y el dolor; y correría la sangre por la iglesia de Santa
María en una estampa dantesca de ayes y gritos ante la mirada serena de la
Virgen de la Montaña, presente en días de Novena. Todo esto ocurriría – dínoslo
Antonio Machado: ”Españolito / que
vienes al mundo / te libre Dios. /Una de las dos Españas / ha de helarte el
corazón”-, el 23 de julio de 1937, que dejó de sonar el órgano, cesaron las
preces y la metralla segó la vida de treinta y tres personas, cuando los
“katiuskas” dejaron caer el drama de las bombas. Todo sería dantesco y, hasta
el mismo Goya se habría paralizado ante
los desastres de la guerra. Hasta el obispo y dominico, Barbado Viejo vería
cómo se le manchaba la sotana de sangre, mientras impartía bendiciones a los
moribundos; y el doctor Fernando Quirós atendía a los heridos y, casi a su
lado, sin enterarse, yacía su mujer; que toda esta locura ocurrió un 23 de
julio, ardiente y enloquecido. Al cesar el bombardeo, y “recobrar” la calma,
Barbado Viejo impartiría su bendición en el templo, entre una consternación no
exenta de suspiros y oraciones. Tardaría el sol en ocultarse durante la tarde,
tórrida y penosa; y hasta se cuenta que vencejos y golondrinas interpretarían
el réquiem de Mozart con sus silbos en un cielo que, lentamente, recuperaría el
color azul.
Sin embargo, el ardor de los pilotos buscarían otra
viñeta de Cáceres – el que me descubriría, muchos años después – las tardes del
cine Capitol, antes posada de Santi Spíritu -, sueños de rostros de belleza y celuloide. Aquí también
las bombas sellaron su dolor y sangre. Eugenia García, esa gran dama cacereña y
universal, jugaba con una amiga, cuando eran niñas de cuatro añitos. Un avión
sobrevoló sobre ellas y, gracias a un hombre, que les ordenó que se tiraran a
tierra y, con sus brazos, las protegió; gracias a esa donosura salvarían sus
vidas.
Excepto estas
últimas líneas, me narra esa tarde del bombardeo, con su rico verbo, José
Miguel de Mayoralgo y Lodo, académico e historiador, sencillo y brillante,
treinta y dos años de vida en ese palacio de sus antepasados, el de Mayoralgo.
Con cien años actualmente, su madre, doña Manuela, sería testigo de esa infausta fecha y sobrevivió
milagrosamente en el templo y, tres mujeres, que estaban a su lado, fallecieron
en el acto; y, únicamente, le mancharon el vestido de sangre. La fachada de su
palacio – del siglo XVI -, quedaría destruida por las bombas, ante los ojos
tristes de sus moradores. Mucha vida de José Miguel ha transcurrido en ese
escenario pétreo, y quizás ese histórico espacio – esa plaza tan mágica – no sé
si habrá contribuido – supongo que sí – a su amor por la Historia. Allí quedan
retazos de sus juegos, y recuerdos de “El Nano” y sus santos, y la siempre chiquillería
acompañante.
Esa plaza que me abriría gozosamente la Vieja Norba,
y el Palacio Episcopal – el Obispo Segura se levantaba temprano, iba a la casa
de Don Elías Serradilla, a las seis y media, le pedía las llaves y abría el
templo, y confesaba al calor de un brasero-. Don Elías sentía el numen poético
y sus homilías resultaban largas. Otro clérigo relevante era Don Félix Sánchez,
gran coleccionista de sellos, que el Obispo Llopis Iborra le sugeriría que los
vendiera para, de esa suerte, contribuir, económicamente, a levantar el
Seminario. Al parecer, no lo consiguió.
Con su trazado y sus piedras graníticas, la “plaza
de Santa María, tan vuestra, tan mía” la
llevaría en mis retinas y me enamoré de
sus sombras, del frenesí y alegría de los vencejos, del eco de los pasos, del sonido de las campanas y de
“machar el ajo” las cigüeñas. Yo habitaba en la casa de la familia Trenado – él,
conserje de la Diputación – y allí mi olfato se contagió de nuevos olores, y
descubrí, ¡oh niño de pies de barro! eso que los hombres llaman civilización – ¡oh
la ciudad!; y los galones del general Villalba.
Por la “plaza de Santa María, tan vuestra, tan mía,”
el Conde de Canilleros dejaría el sonido de sus pies como un caballero medieval
y su figura, alta y delgada, declamaría versos modernistas de Rubén Darío: “ya
viene el cortejo, ya viene el cortejo”. Nacido en 1899, dejaría, en un bello
libro, mucha historia de la vida cacereña y una prole de descendientes. En ese
marco medieval, la figura exótica y extravagante de la Duquesa de Valencia,
vestida con pantalones, muy juanista y enemiga de Franco. Su extravagancia daría
para un libro de caballería.
Volveré a esta plaza, “tan vuestra, tan mía”; y
contemplaré la estatua de San Pedro de Alcántara, y a mi amigo, Pérez
Comendador y a su mujer; y aquel encuentro de paz y amistad con Juan de Avalos,
muchos años después, en una inolvidable comida en un restaurante de la
madrileña calle de Velázquez; y veré, en ese escenario, a una deslumbrante
Carmen Sevilla rodando “La fierecilla salvaje” con Alberto Closas. Todo fue
ayer, un ayer lejano y, sin embargo, es hoy en esta plaza, “plaza tan vuestra,
tan mía”, a pesar de ese bélico recuerdo y, en la lejanía, creo escuchar a
Albert Camus: ”Para la mayoría de los hombres, la guerra es el fin de la
soledad. Para mí es la soledad infinita”. Y para mí, Albert.