En una agradable noche parateatral, asistimos a una estupenda lectura dramatizada de una histórica obra, la triple autobiografía de “la conversión : psicológica, moral y espiritual o teológica” del santo obispo de Hipona, Las confesiones de San Agustín.
Sin relatar anécdota alguna, pese a tenerlas muy jugosas, escuchamos unos vibrantes anhelos de Dios, con lúcidas reflexiones de gran hondura filosófico-teológica y exitencial, envueltas en oportunos poemas, extraídos del Divino africano de Lope, de No hay instante sin milagro de Calderón o de la virgiliana Eneida. En un momento clave de la obra se escuchó a un coro infantil, el de la Escolanía del Escorial, que le coreaba “Toma y lee”, invitándole a coger y leer la Biblia, lo que precipitó su conversión al catolicismo, ayudado por las lágrimas de su madre Sta. Mónica.
Nuestra conciencia de perplejos espectadores no podía quedar indiferente, ante el inquieto Agustín de Hipona en su persistente y muy vívida búsqueda de Dios,, perfectamente interpretado por el gran actor Ramón Barea, quien justamente recibió el pasado año el Premio Nacional de teatro. Este gran intérprete de tan arrolladora personalidad, con gestos enérgicos despegaba, de una multitud de nada frágiles cajas, unos fragmentos, que leía vivenciándolos tan apasionadamente como si fueran propios.
Entró, cual Diógenes el Cínico, provisto de una linterna y tocado con un impoluto sombrero, del que se despojó enseguida y de su veraniega chaqueta, y deambulando entre dichas cajas por todo atrezzo, nos asombró con una lección de buen decir, en un inigualable recital; los folios despegados, una vez interpretados, más que leídos, los arrugaba y tiraba al suelo y el viento los movía por el escenario, sin explicarnos muy bien dicho gesto.
El único acompañante fue el saxofonista que se le unía haciéndole unas lastimeras o vibrantes melodías como réplica a su espiritual soledad, ayudando a clavársenos en nuestra conciencia, y a abocarnos al tortuoso abismo de una peregrinación vital, en incesante búsqueda de un Dios silente, que no le respondía y por ello se angustiaba, hasta que lo encontró en el fondo más íntimo de su ser.
¡Menuda meditación de un gran texto, que no requería más ropaje teatral que una certera iluminación, una oportuna música en vivo y una excelente interpretación, que el atentísimo público agradeció con calurosos aplausos finales!