En la hornacina del tiempo, tengo grabada la figura, señorial y bella, plácida de Eladia Montesino – Espartero y Averly, biznieta del General Espartero, Príncipe de Vergara y Duque de la Victoria, grandísimo personaje en esa España de la Primera Guerra Carlista, soldado en Perú, bebería los primeros aires del liberalismo, militar duro en el trato, leal con sus compañeros, denodado combatiente a pesar de resultar herido en ocho ocasiones. De su valor darían cuenta los cronistas de Indias, y de su sangre fría, y ejecutar, en juicio sumarísimo, a sublevados. Espartero apoyaría la causa de Isabel II y de la regente María Cristina de Borbón frente al hermano del difunto Carlos María Isidro… En fin, toda una gran hoja de servicios, página de la Historia de España y aquel acto suyo conocido como “El Abrazo de Vergara. Hombre de talante liberal, sería leal tanto a Isabel II como a su hijo Alfonso XII. Regente de España entre 1840 y 1843, este militar llegaría a decir que “a Barcelona hay que bombardearla al menos una vez cada 50 años”. Puede que sea lenguaje de la época. Conocería el exilio en Inglaterra, donde sería muy bien recibido y, en el bienio progresista 1854 – 1856, regresaría a España para vivir sus últimos años en Logroño.
Toda esa etapa convulsa de España no se entiende sin Espartero, al que se le llegaría a ofrecer la Corona de España y le contestaría a Prim “que no sería posible admitir tan elevado cargo porque mis muchos años – tenía setenta y cinco – y mi poca salud no me permitirían su buen desempeño”.
Cómo nos traiciona el tiempo, lo que le hubiera preguntado yo a Doña Eladia, gran dama, que parecía de otra época y, sin embargo, dejaría sus palabras melosas en aquellos oídos de muchacho de aldea, la veo / intuyo su nobleza en aquel aula donde quizás aún se escuche, lejanamente: “Bonjour, Madanme”, “bonsoir, Madanme” y “auvoir”, ecos de la lengua de Moliere. En el aula humilde, con estampa de convento, doña Eladia nos enseñaría esos vocablos como El Sena los canta, eternamente, al atravesar París como si Edy Piaf nos detuviera, con sus canciones; y que se desprenderían de las nubes bajas en los estíos vacacionales de Puerto de Béjar, en el remanso veraniego de helechos y castaños. El encuentro de dos corazones prendados – “de la abundancia del corazón habla la boca”-. Qué medidos pasos para hacer de sus horas, uno y otra, un camino hermoso y plácido. Doña Eladia y Don Pedro Romero Mendoza están tatuados en la piel sepia de mi memoria, junto al Paseo de Cánovas, como si oyeran, quizás, versos de Gabriel y Galán o recitaran a Baudelaire. Vamos: la prestancia de quienes siembran de lirismo los parterres de Cánovas. Aquel chalet de Correa – “Villa Dolores”- tristemente derribado – guardaba, en su interior, un perfume de pensamientos, un ajetreo ordenado de vocablos, las palabras ardientes y serenas de los libros, como antorchas del medievo entre los gorjeos de los pájaros en una morada teresiana.
Qué prosapia le daba don Pedro al paseo y a Cáceres o viceversa. Pedro y Eladia o Eladia y Pedro; y escribirían sus cuentos, sus poemas, sus artículos. Pedro Romero Mendoza era uno de esos seres que vestían, adornaban, con su estilo, las horas solemnes de Castra Cecilia, el chalet romántico y la dulzura y los vocablos de las termas de dos corazones heridos de guerra y posguerra, chico de pies de barro, quién iba a decirme, entonces, en esas aulas que miraban a La Montaña, donde quizás aún cuelguen mis palabras torpes de un “afrancesado” de pantalón corto, época ida y, sin embargo, resucitada. Así se entiende que Romero Mendoza escribiera: “Siete ensayos del Romanticismo”, en “Villa María Dolores”, morada teresiana, de dos sentimientos unidos por la alianza del poema o del soneto o del cuento… “Bonsoir, Madame; Aurrevoir, Madame”. Y alguien se daría la vuelta.
Romero Mendoza se sacudía la rutina del funcionario de Diputación con el amor por las palabras, las metáforas, los sonetos… Dirigiría “El Noticiero”, periódico de la época y la gran revista “Alcantara”. Y sus miradas se perderían, como un vencejo, por el Cánovas donde llegan los ecos de la Vieja Norba y quizás las campanas y, en suma, se escuche la caracola de la historia, los pies que dejan tantas huellas, que se lloran penas y se busca la música y el gorjeo de los pájaros en ese kiosko, donde suena la banda municipal, espacio de soledades, de rutina y enamorados.
Qué vida tan rica como aventurera la de Doña Eladia – la primera mujer española en surcar los cielos desde Madrid a Alicante -, o, durante la guerra mundial, curando soldados, junto a una americana, o en Puerto de Béjar, muy en boga en esas calendas. Con ciento dos años, le diría adiós al mundo, y quizás recomendaría a sus descendientes:”Planta eucaliptus para ti, pinos para tus hijos y robles para tus nietos”. Mientras, ella duerme, duerme bajo la sombra del ciprés, que es alargada.