LA CATEDRAL HERIDA

[Img #39864]Aquel día uno de noviembre del año 1755, Coria se vestía de luto, un luto que aún persiste en el rostro renacentista de su bella catedral. Hasta estos pagos por donde mansamente discurre el río Alagón, el terremoto de Lisboa dejaría un largo reguero de sangre y veintitantos muertos. Esa majestuosa catedral, dama pétrea, asomada a la llanura, reflejada en el espejo de las aguas del río Alagón, templo tan vinculado a los habitantes del norte y la llanura extremeña, vieja Cauria, facsimil sepia de nuestros días.

 

Templo de latines y boatos eclesiásticos, no se entiende Coria sin la catedral y la catedral sin Coria. Cuántos  latines duermen en sus paredes, cuántas ceremonias, cuánto olor a incienso, ecos de cánticos y misereres que quizás reposen no se sabe en qué paredes, el lejano eco y las figuras de los obispos en el sepia de la memoria: ”El Obispo de Coria, me dio un bofetón, para que me acordara de la Confirmación”. Vinculados a esta dama de piedra, se mira en el espejo de las aguas del Alagón y, tal vez, los cánticos cortejen el discurrir de esas aguas. Catedral de inciensos y latines, herida por el terremoto de Lisboa, esas  grietas amenazadoras, arabescos de piedra y oro, obispos que se llevarían en sus manos  la cruz de las bendiciones. Cavero y Tormo se desplomaría ante la puerta – un domingo de Ramos o de Resurrección -, el que sería Cardenal Segura, el sevillano, monseñor Domínguez, el prelado de Malpartida de Plasencia, Ciriaco Benavente y el de Malpartida de Cáceres, monseñor Francisco Chaves.

 

Aquella cultura que ilustraría a tantos paisanos, a personajes como el falangista y escritor, Rafael Sánchez Mazas y su asistencia a los actos litúrgicos, especialmente al oficio de Tinieblas, cuando el mundo parecía destruirse, en las lejanas Semanas Santas, como un anuncio del apocalipsis. El doctor Laureano García  Camisón – que allí tiene plaza y palacio, ahora, de los Ferlosio –  tendría sus horas entre esos muros de la patria eclesiástica. El doctor Camisón era paisano de mis padres y antecesores – Villanueva de la Sierra – y había sido médico personal del Rey Alfonso XII;  estaría junto a su lecho de muerte.

 

Coria me sabe a membrillo, a campanas y a púrpura, a sus concurridas ferias y a burocracia; a notarios y seminaristas, al  río Alagón – mucho en aguas – y a su bello puente metálico, a su fructífera vega, a la violencia del toro suelto por las rúas del histórico recinto, coqueto y melancólico, del Coria eterno donde llegan cuasi apagados los ecos de laudes y vísperas, cuando los canónigos cantaban al atardecer en la catedral, vieja Cauria, cercada por murallas graníticas; y la prestancia del Palacio Episcopal, ahora gran hotel, donde escucho el gorjeo de los pájaros, y el silencio,  en la habitación del Obispo Segura – la 210 -, primer balcón a la izquierda, según se mira desde la plaza, donde Rosa López Casero busca sus musas para sus redondas y cursivas, en la noche plácida y silente. Qué dolor, Fabio, imaginar la vida florecida, ahora agónica.

 

La catedral herida por el terremoto, resiste sin embargo como una heroína pétrea, su gloria de plegarias y misas, de fastos y solemnes funerales, faro sobre la opulencia, parece que sus campanas lloran, como coplas manriqueñas, el oro que se llevaría el tiempo, la vida rutinaria y cansina. La catedral une, sin embargo, a su alma, la humilde y grandiosa compañía de Oscar Domínguez, su voz callada, sus pasos, ese ser, hijo de estas piedras, quizás conozca hasta todas las losas y el último rincón. Su horas transcurren entre estos muros, como un breviario, satisfecho y alegre, alma de  cartujo. Y quizás añore esa estancia, el lunes, su día de descanso. Otro fervoroso es Pablo, quien busca en ella la placidez que no tendría al frente del Registro de la Propiedad.

 

Todo nos ha quedado ya lejano y fugaz, como la propia vida, mínimo y sin el protocolo majestuoso de la catedral, en su lenta y callada agonía, en esta España nuestra, tan anárquica, sin los ritos y los mitos de otras épocas, no digo mejores, distintas. Esperamos que la herida de esta bellísima dama pétrea, detenga su extensa fisura – “¡ay, Fabio, qué dolor! “- y sea el gran códice donde continuemos escribiendo las cuatro letras de cada día.