Lo he seguido muy de cerca, desde el primer momento me interesó la noticia. Ha sido como ese incomodo error de software que deja al descubierto las entrañas de un sistema operativo. Con tan solo 20 años ha conseguido colarse en las altas esferas del poder político y económico. Ahora la noticia se centra en sus supuestas fechorías: la falsificación de documentos y la suplantación de identidad.
Se le ha tachado de farsante y embustero. Nos lo han mostrado como un pequeño impostor. La broma fantasmagórica en un mundo muy real, muy serio, muy comprometido con la verdad. Pero no es esto, desde mi punto de vista, lo más destacable del joven Francisco Nicolás. Veo astucia, habilidad e ingenio. La zorra que entra a hurtadillas en un gallinero alborotado. Y como tal, atento al verdadero funcionamiento de nuestro sistema. No lo consideraría culpable, el juicio mediático que está sufriendo nos va a impedir valorar la gran importancia que tiene lo sucedido con este joven tan precoz. Como en prácticamente todas las ciencias de la salud, los avances y descubrimientos que se dan, son fruto de daños, deformaciones, alteraciones, o malos funcionamientos. El pequeño Nicolás es una de nuestras deformaciones más valiosas. Nos invita a pensar cómo funcionan realmente los mecanismos para posicionarse en la esfera del poder político y económico.
Comprender la importancia de los detalles que han caracterizado el caso Nicolás, pasa por colocarlos en el orden en el que se ha basado su eficacia. En primer lugar, la obsesión por colocarse frente a las cámaras y fotografiarse con infinidad de personajes públicos. Su álbum personal da buena fe de ello. Algo que deja patencia de su obcecación por lo mediático. Este chico sabía perfectamente que para situarse de manera protagonista en nuestra sociedad, hay que convertirse en mera representación. Pensemos un instante en su aspecto. Es lógico que nos resulte familiar, estamos habituados a consumir esta estética en nuestro día a día. Las apariencias no engañan, o por lo menos no totalmente. Porque el pequeño Nicolás es solo una divertida anécdota, un caso aislado para comentar en cualquier tertulia de café, ¿no? O por lo menos así es como nos lo han presentado. Se podría decir que lo que ha pasado con este chico es hasta gracioso. Cómico porque no va más allá de la foto o el pavoneo de un joven al que han cazado jugando a ser quien no era. Un inofensivo acercarse a las figuras más visibles de la gestión de nuestro país.
No podemos culpar a Francisco Nicolás de llevar una vida falsa, basada en la mentira, porque tampoco pueden culpar a sus hijos de desear con todas sus fuerzas el ir a Disneylandia. Esta es la verdadera clave del caso Nicolás. El estudiante de derecho es a los representantes de nuestro sistema económico y político lo que sus hijos a los personajes de Disneylandia, admiradores. Y esto es lo que lo ha llevado a ser objetivo de matinales y tertulias televisivas. La admiración provocada por la seducción de imágenes que en su mayoría son completamente irreales. No hay diferencia con los ídolos del pequeño Nicolás. La magia que desprenden o la decepción que provocan depende directamente de lo cerca que estemos de ellos. O lo que es lo mismo, la imagen de un héroe solo puede ser mitificada en la distancia. Esto mismo sucede con nuestros políticos o empresarios, si nos acercamos demasiado nos topamos contra la realidad. La lejanía que da lugar a esa poética sentimental queda sustituida por la decepción, al igual que sucede cuando adquirimos un producto que hemos visto anunciado por televisión.
El hecho de que Francisco Nicolás sea un farsante y un impostor, hace que veamos a todos los que aparecían con él en su álbum de fotos, como personas más reales, más autenticas. El pequeño Nicolás en su querer parecerse a esos ídolos de la política y la economía les ha concedido la certeza de ser quienes aparentan ser. Su caída ha servido para alzar aún más si cabe a estas figuras del espectáculo. Y no, esto no siempre es así. La doble vida de los personajes mediáticos es tan cierta como la de nuestro joven protagonista. Nadie es puramente imagen, referente, representación, las 24 horas del día.
Nuestra sociedad, basada hoy fundamentalmente en lo que ocurre tras una pantalla, encuentra la solidez que necesita en la diferencia con un mundo de magia, ilusión y fantasía, como es Disneylandia o la vida que había inventado Nicolás. Pero lo cierto es que no hay ninguna diferencia esencial entre nuestra sociedad y Disneylandia. Al igual que no la hay entre el pequeño Nicolás y todo cuanto lo rodea.
Este astuto muchacho no es simplemente un farsante. La farsa es todo ese mundo por el que ha sido seducido. Cierto es que no tenía la preparación ni el poder suficiente como para desempeñar las funciones que el mismo se atribuía. Pero pareciese que era lo menos importante. La clave residía en transmitir confianza y seguridad. Se desenvolvía con soltura en un mundo en el que la apariencia lo es todo.
No seamos ingenuos, Platón lleva muerto más de 2000 años y ya no queda rastro de la caverna. El dentro y fuera, el cuerpo y el alma, han desaparecido. Hace tiempo que los dualismos dejaron de tener sentido en la tradición del pensamiento. Todo es apariencia. Y no hay apariencias que concedan más realidad a otras menos aparentes, por mucho que algunos se empeñen. Nuestros políticos y sus saltos a las juntas directivas de grandes empresas o las escaladas que se dan dentro de los propios partidos, no son fruto de la preparación y la formación. Son la astucia y el dominio de la apariencia, de la que también se ha servido el pequeño Nicolás, los que dan lugar a las que se han llamado puertas giratorias. Estos son en la práctica, los ingredientes fundamentales para acabar convertido en una figura de peso en la gestión de un país como el nuestro. Y el caso Nicolás así lo demuestra.
A este curioso personaje lo hemos conocido por las fotos que tenía con Rajoy, Esperanza Aguirre, Aznar, etc. La misma forma en la que conocemos a nuestros ídolos del deporte, la música e incluso la política. No es a ellos, es a su imagen a la que conocemos. La que muestran por recomendación de agencias, asesores, publicistas, etc. Pura apariencia que los hace parecer lo que no son: siempre más altos, más delgados, más elegantes, sin rastro de un mal gesto o un movimiento natural. El pequeño Nicolás solo es culpable de haber quedado fascinado por una realidad ilusoria. Porque cuando uno queda seducido por este mundo de imágenes aparentes, lo que más desea es convertirse en una de ellas. Referente, icono, simulacro, apartar la imperfección humana hasta acabar convertido en algo puramente estético. Dicho de otro modo, modelar su persona hasta quedar convertido en un producto: creíble, deseable, respetable…
Y esto es precisamente el pequeño Nicolás, producto y consumidor al mismo tiempo.