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[Img #40315]Mi buen amigo, colega, compañero, camarada y todo lo que se quiera nunca creyó en esas cosas de la reencarnación, las transmigraciones, las metempsicosis y las metensomatosis.  Sus nociones sobre el hinduismo, el budismo o el taoísmo eran superficiales, reducidas a lo elemental.  Un buen día de un estío conoció a una joven que bailaba tal que él en pistas de alocada y quijotesca bohemia.  Era guapa a rabiar, con preciosos ojos de lapislázuli y unas manos para teclear sinfónicos pianos.  Sangre hispanoárabe en sus venas y orgullosa de ser siríaca y musulmana, aunque Alá y Mahoma le importaban un raquítico rábano.

 

     El amigo se prendó de la bella y fue correspondido.  Aventuras mil. Otro verano, con mochila a cuestas, se patearon el Rif marroquí, desde Tánger a Taourit.  Luego se fueron a beber todo el té con hierbabuena del mundo a Marrakech y se contaron mutuamente los cuentos de las Mil y una Noches.  Y un tercer verano, ella se fue por donde había venido y desapareció del mapamundi.

 

     Que el mundo es un pañuelo, no hace falta decirlo.  Moría otro verano caluroso y, de pronto, el amigo se dio de bruces con la viva reencarnación de aquellos ojos azules que le trastornaron mucho tiempo. Era la misma estampa de Samira.  Dejó pasar los días y aquella imagen tan real y tan soñada le absorbió su materia gris y generó un profundo amor platónico, en sus más puras esencias.  Hoy, continúa en sus ensoñaciones, esperando que la hermosa se tatúe la palabra amor, en caligrafía cúfica y florida, detrás de su oreja izquierda. Cuando lo haga y se vuelva lágrima del ojo de la apuesta mahometana, entonces se pegará un tiro en las sienes, igual que el valiente y rebelde escritor Mariano José de Larra, dolorido por su Dolores Beatriz Armijo.

 

     El amor enloquece a los más cuerdos.  Díganselo sino a nuestro don José Antonio Monago Terraza, cuyas odiseas amorosas por la isla guanche de Tenerife están haciendo correr enormes ríos de tinta.  Para mi sano (creo) juicio, el presidente de estas patrias belloteras, como no podía ser por menos en un extremeño de rompe y rasga, llevado de su espíritu conquistador, se volvió un Hernán Cortés redivivo al que se le apareció, surgiendo de entre las nieblas del Teide, su querida Malilalli Tenépati, más conocida por “La Malinche” o doña Marina.  Aquella indígena olmeca, a la que las crónicas la pintan como “joven y hermosa”, llegaba ante los ojos como platos de Monago reencarnada en la no menos irresistible sudamericana Olga María Henao Cárdenas.  Del Medellín colombiano ésta, y del Medellín extremeño el arriscado conquistador de Méjico.

 

     Decía el filósofo alemán Friedrich Nietzsche que “en el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón”.  Monago y mi amigo y Perico el de los Palotes, han sido, y puede que lo vuelvan a ser, locos cuerdos que no cometieron otro delito que el dejarse llevar pos sus sentimientos.  Ovidio, el celebrado poeta latino, afirmaba que “todo amante es un soldado en guerra”.  ¡Y menuda guerra me dio y me da mi querido compañero hablándome a todas horas de su amadísima “musulmana”!  ¡Y menuda guerra está dando Monago en todos los medios informativos habidos y por haber! Algunos, cuando la derecha estornuda, agarramos la gripe A.

 

     Comprendo y entiendo a los que han pasado y pasan por semejante trance, que ya decía aquel otro poeta romántico Goethe que “un loco enamorado sería capaz de hacer fuegos artificiales con el sol, la luna y las estrellas, para recuperar a su amada”.  Pero lo que nunca cabrá en mi cabeza y jamás se lo perdonaré es que mi amigo sueñe con pegarse un tiro o que Monago haga de Extremadura su cortijo y pudiera haber metido, si se demuestra, la mano en la hucha común y se lo llevara calentito.  Y es que amor solo con amor se paga.


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