![LOS DOS GRANDES DIEGO HIDALGO - Y II - [Img #40786]](upload/img/periodico/img_40786.jpg)
Contemplar esa fotografía de padre e hijo, la estampa de Don Diego y la menuda figura de Diego es, más que una soldadura intangible del tiempo; es la imagen entrañable de dos seres inmensamente entrañados, como el niño que recoge, sabiamente, el testigo de un padre estremecido entre las dos Españas –“españolito que vienes al mundo / te libre Dios /una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”- para situarlo en el pebetero mayor de cariño. Por la calle mayor y menor de la historia, llevaría en sus plantas a un ser que escribiría su vida bajo el cielo español y el novelesco exilio del padre, aventurero y quijote, alma de Conquistadores, en la más trágica época de nuestra historia.
Es lógico, por ende, que el olfato de Diego hijo intuyera y admirara el hermoso testamento, la grandeza histórica y patriarcal del padre; que admirara en él, entre otras facetas, su mundo del Derecho, los negocios, las letras, la política, un humanista, en suma. El padre era para el hijo “un caballero de otra época”. Y así lo contemplaría: consciente de que era hijo de un mito, con un alma quijotesca y manchada de extremeño.
De vivir, Don Diego se hubiera sentido muy orgulloso del caudal humanista de su hijo, estuario de las horas y vivencias de su procreador, como quien recoge el extraño testigo de la historia, español de otro tiempo, extremeño mítico y cercano a los conquistadores. Don Diego sería siempre fiel y leal a Alejandro Lerroux, “ni siquiera en la escisión de Martínez Barrios; su lealtad personal estaría por encima de su porvenir político”.
Qué dos grandes personajes padre e hijo, qué simbiosis, qué vivencias; y lo escribo con la humildad de la verdad, lejano, por tanto, a la lisonja. Como escritor, Don Diego daría sus obras a leer desde el portero culto hasta académicos de la Lengua. Curiosamente, sus vidas, cuasi plutarquianas, transcurrirían en su casa, frente a La Real Academia Española de la Lengua, a un tiro de piedra del Museo del Prado. Y esta cercanía, más en esa época, imprime carácter. Si los lectores escogidos por el padre, aprobaban sus textos, estos irían camino de la publicación. Esa vida tan densa, sin embargo, tendría un capítulo de decepciones, como la del editor Jiménez Siles, que lo “vendería” durante la Contienda incivil – y esto me lo diría su hijo -; y hasta paisanos suyos y otros amigos iniciarían un proceso contra el padre en la “zona nacional” con las más aviesas intenciones. Pero la admiración del General Franco por Don Diego – independientemente de la divergencia política e ideológica -, llegaría a que Don Diego lograra del general treinta y nueve indultos de pena de muerte.
Don Diego, pues, influiría mucho sobre el hijo e intentaría aprovechar sus conocimientos y afectos para motivarlo y marcarle el camino. Aquella frase con la que reaccionaba a las notas del hijo:”¡Venga esa mano, amigo”!. Era dejarle un sentido de la herencia, transmitirle, en suma, la antorcha del relevo. De ahí, que Diego llevara y lleve, como norte de sus horas, la afición a lo insólito del padre.
En el sendero de la vida, Diego Hidalgo es la luz encendida de las horas paternas, viejo candil de llama viva, humanista y filántropo, abierto y liberal, renacentista, vida que ha dejado, en las veredas del tiempo, el camino paterno. Diego lleva, en el pebetero de sus horas, el hacer y quehacer de un renacentista. Y quizás, en su zurrón, estas palabras de Baudelaire: “Que hay que ser absolutamente moderno”.






