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UNA CALLE PARA GARCILASO

OPINIÓN
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  Después de tanto saltar, bailar, cantar, retozar, comer y beber en los libertinos y libertarios carnavales de los que él es parte consustancial, mi heterodoxo amigo ha vuelto a las andadas.  El Miércoles de Ceniza me la dio bien dada en una de esas vespertinas correrías nuestras por ribazos, barrancos y arcabucos.  Sacó a relucir la excelsa figura de Garcilaso de la Vega y sus platónicos amores con Isabel Freire, la dama cortesana que acompañó, en 1526, a su tocaya y portuguesa Isabel de Avís en su viaje nupcial a las tierras de España, con el fin de casarse con Carlos I.  Las crónicas de la época hablan de que Isabel Freire era en extremo hermosa, menuda de cuerpo y con unos ojazos más azules que el propio océano.

 

     Mi sentimental y a veces melancólico colega relamía sus palabras a medida que iba tomando cuerpo el relato.  Y referíame que Garcilaso se obnubiló por dama tan galante y la llenó de requiebros amorosos en los muchos sonetos y églogas que dejó para la posteridad.  Pero Isabel vino a casarse con Antonio de Fonseca, un hombre obeso, burdo, falto de sensibilidad intelectual y apodado “El Gordo”, que era el regidor de la villa de Toro.  Que se sepa, Garcilaso jamás le puso a ella la mano encima, pero ello no fue óbice para que la siguiera amando por el resto de su vida.  En 1534, su idolatrada dama murió a consecuencias de un parto.  Garcilaso regó el suelo con un río de lágrimas y siguió queriéndola aún con más fuerza.  Jamás dejó traslucir en sus poéticas composiciones las heces del amante celoso y despechado.  Ni un solo reproche, ni una palabra airada.  Cuando el amor es desinteresado, se desea lo mejor para la persona amada, aunque ésta nunca pueda estar al lado de quien la ama, e incluso si la dama de sus sueños le cierra y le bloquea todas sus puertas, o, sin motivos de peso, le envía supuestos heraldos que levantan en alto las espadas.  Y es que, cuando se ama -como canta Ricky Martín-, nada es demasiado.

 

     Cuando mi carnavalesco compañero acabó su perorata, exclamó, compungido: “¡Qué vergüenza que el ilustre poeta Garcilaso de la Vega no tenga una calle dedicada en Cáceres!”  Muy cierto es.  Tan cierto como que la actual alcaldesa cacereña, Elena Nevado del Campo, acaba de ser denunciada, junto a otros 37 alcaldes, por no acatar el artículo 35 de la Ley de Memoria Histórica.  Sabido es que este artículo insta a las administraciones públicas a tomar las medidas pertinentes para retirar escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas y de exaltación personal o colectiva del levantamiento militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura.  Y todo a cuenta de un grabado en piedra con el yugo y las flechas que sigue en el edificio de Trabajo, en la avenida de Miguel Primo de Rivera.  Pero nada dice la denuncia sobre el nombre de esta avenida, que recuerda a aquel espadón y dictador que hizo y deshizo a su antojo durante el reinado del ciudadano Alfonso León Fernando María Jaime Isidro Pascual Antonio de Borbón y Habsburgo-Lorena (Alfonso XIII, a secas), bisabuelo de Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos Borbón y Grecia (Felipe VI).

 

     Tampoco advierte la denuncia sobre otras denominaciones esparcidas por la villa de Cáceres y que incumplen flagrantemente la Ley de Memoria Histórica.  Ahí está esa Colonia Militar Capitán Luna, recordando a uno de los cabecillas de la represión fascista en la provincia cacereña. O las placas dedicadas a Ramiro de Maeztu y Calvo Sotelo (su nombre rotula un parque muy frecuentado), cuyos ataques y conspiraciones contra la II República son de sobra conocidos. O esa calle dedicada a la División Azul, formada por un cuerpo de voluntarios españoles que marcharon  en ayuda de Hitler y su nazismo genocida.  También esa plaza en la que se mienta al Alférez Provisional, figura de vanguardia creada por los golpistas para combatir al legítimo ejército republicano.  ¿Y qué decir sobre los nombres de los pueblos de Guadiana del Caudillo y Villafranco del Guadiana?  La lista es larga.

 

     No ha nevado en el campo de la meseta trujillano-cacereña este invierno al que aún le restan días para salir, y no sabemos qué hará doña Elena ante la denuncia.  Dice el refrán que “año de nieves, año de bienes”.  Mi perenne enamorado amigo aconseja a la regidora cacereña que no mire para otro lado y cumpla lo que le ordena la Ley de Memoria Histórica, aunque de sobra conocemos el repelús que le da a la derecha, o sea, al PP, todo lo tocante a esa ley.  Es como si ese partido (donde entró en tromba la extrema-derecha) estuviera maniatado y acomplejado porque su fundador más eximio, don Manuel Fraga Iribarne, fue ministro con el general Franco y responsable de las Fuerzas Armadas cuando tuvo lugar la masacre de Vitoria, en marzo de 1976, que dejó un saldo de seis muertos y ciento cincuenta heridos de bala.  No ha nevado este invierno sobre los tejados de Cáceres y puede que para alguien no le vayan bien las cosas la próxima primavera.  Aviso a los navegantes.

 

     Sigue reivindicando mi platónico y romántico colega el nombre de Garcilaso de la Vega para una calle de Cáceres.  Y si se tercia, otra para Isabel Freire.  Si Álvaro Jaén Barbado, el que tiene raíces en el precioso pueblo cacereño de Navatrasierra, espera, como cabeza visible de Podemos en estos berrocales que crían tan guapas mozas, que la primavera le ponga una flor en la solapa, también mi colega, rojinegro y siempre revolucionario, aguarda que dicha estación se abra de par en par y le inunde de rojísimos claveles.  Al menos, por la comarca cacereña de La Jara y por Las Hurdes la nieve extendió su manto de armiño. Él, mi amigo, el de afinada y afilada pluma, recuerda y revive sus últimos acontecimientos, donde se mezcla el amor y la poesía.  Ya lo decía aquel virtuoso monstruo de la literatura que fue William Shakespeare: “Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer, no has amado”.  ¡Y vaya que si las recuerda!, que todo un rosario de sublimes versos, rememorándolas, lleva ya hilvanados en estos días de carámbanos y soles mortecinos.

 

     Refieren que, al caer herido de muerte Garcilaso en el asalto a la fortaleza de Muy, en Provenza, fue llevado, agonizante, a la ciudad de Niza.  Con la fiebre de la parca rondándole la lengua, exhaló el último suspiro con el nombre de Isabel en la boca.  Triste se pone mi apasionado amigo, pero, enseguida, esboza una sonrisa y me dice: “-Hay que saberle sonreír a la muerte; no es tan tétrica como nos la pintan”.  Y continúa sonriendo por la trocha que serpentea entre los desnudos robles.  Parece como si escuchara al escritor Gabriel García Márquez, al que tanto admira y con el que tantas cosas tiene en común, cuando afirmaba: “Nunca dejes de sonreír, ni siquiera cuando estés triste, porque nunca sabes quién se puede enamorar de tu sonrisa”.

    

 


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