Cuánta razón tenía Cesare Pavese cuando afirmaba que “viajar es una brutalidad”. En la lejana época, cuando las aldeas se desperezaban y los hombres oteaban otros pagos, que ya ha llovido, alcanzar este Madrid, “rompeolas de todas las Españas”, cuando llegábamos a la Estación de Delicias, el humo de la locomotora cegaba nuestros ojos y, ante nosotros, se abría un mundo nuevo, cuasi irreal, hechos a la sencillez de nuestras aldeas, que hasta dudaban nuestros pies de las aceras, avezados a la tierra y lejanos de las aceras de este “rompeolas de todas las Españas”, aquel Madrid aún con perfil de poblachón manchego, que todo nos resultaba tan extraño en este ser, en este estamos, muy lejos de la querencia y familiaridad de la aldea.
De ahí que la Gran Vía era y significaba algo más que la letra y la música de una Zarzuela, más de lo que suponía “Chicote” y los tiempos de carencia de antibióticos, hasta que los extremeños de la diáspora hallaran en Madrid, ese hogar, dulce hogar, donde empezarían a arder las jaras del afecto, se abrían los corazones a un recuerdo melancólico y empezaríamos, cada día, a descubrir y escribir nuestra nueva biografía lejos de la “nacencia”.
En este Hogar madrileño o en el de Barcelona o en tantos otros, ardía la encina de la añoranza y la llama de un futuro en aquellos años del franquismo, cuando los pueblos empezarían a desangrarse, a dejar la sombra del cuerpo, dibujada en la plaza o en la calle o mirar, en fin, el mañana, tras un pañuelo de adioses. Y esa estampa estaba viva en estas estancias de afectos compartidos, de hombres que se conocerían, quizás saboreando el recuerdo del casino, cantando las cuarenta, sabiendo que abrían el paréntesis más importante de sus vidas.
Así Madrid se convertiría en algo más que un poblachón manchego, cuando media España empezaría a desangrarse en sus censos, tantear el hombre como un ciego un camino nuevo, hacer morada pasajera en las raíces de la nacencia y dejar el recuerdo sepia en la memoria para los estíos. Qué duro resultaría ser “Emigrante”, que hasta Juanito Valderrama lo cantaba como a quien le cuesta dar un paso más en el camino del éxodo, o aquel “vente a Alemania, Pepe”. Era tal el frío de la despedida, que, necesariamente, las manos necesitaban calentarse en el rescoldo de las palabras. Y así irían naciendo, lentamente, esos hogares “dulces hogares” en la constelación de las nuevas urbes, levantadas con prisa y sin gracia, desérticos, cada vez más los pueblos, hasta caer en la agonía de calles solitarias, viejos que abrazaban el sol del crepúsculo y descendientes que buscaban, en “el agosto, augusto y lento”, los crepúsculos tristes de los antepasados.
Son varias las décadas de estos Hogares o Casas Regionales. Ahora, el ambiente es muy distinto y aquellos melancólicos aldeanos piensan en la escatología de la vida. Ya estos alientos de sabor sepia, ultiman los últimos suspiros. Y somos pocas las cabezas plateadas las que guardan /guardamos el sonido del “Redoble” y, eso sí, se canta como un romance democrático el himno de Extremadura “con nuestras voces se alzan…”
Relevantes extremeños, abrían la puerta grande del Hogar, donde las palabras evocaban la nostalgia del éxodo. Naturalmente que hay nombres de relieve y, para no olvidar la nómina, prefiero no nombrarlos. Mejor o menos malo, cada uno dejaría su aliento de jara en la chimenea grande del 49 de Gran Vía. Allí se ha escrito y se escribe parte de nuestra historia, con ese sentimiento evocador y nostálgico de saudade, actos culturales en el aliento de las pupilas cansadas, en las voces del folclore, en las notas primorosas, dedos sentimentales, de este Rubenstein, Paco Lebrato.
Maruja Sánchez Acero ha cogido ese Hogar con esas manos propias de las joyas de las mujeres y ha atizado la lumbre del Hogar con la badila de una entusiasta. Ella ha dicho adiós como “alma mater”, pero sin renunciar a sus raíces. La otra noche la coronamos con un laurel de palabras, mientras entre las notas del piano florecía triste la nostalgia, como un humo blanco de cabellos o la nieve de un largo tiempo. Ya no se oía la Gran Vía del maestro Chueca; muy cerca, rugía el Rey León.