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LA LEALTAD DE LOS OBJETOS

OPINIÓN
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El voluminoso tiempo ha refrendado que no es otra la misión de vacar que cumplir con el trajín, el desasosiego, el ajetreo y la menestería. En la tarde del domingo todo volvió a su origen; quedaba atrás la semana consumida con la desmemoria de lo dejado y el pensamiento en las estelas de un futuro crecido en proyectos. No se recordaba, en la vuelta, el tizne de soledad, la ocupación anterior o los zapatos de diario, todo se resumía en una prisa inculta que quería custodiar el mensaje de distención y la rancia diatriba del debate, en todas partes, a todas horas, sin remilgos ni causas. La semana fue perfecta en olvidos.

 

         Al abrir la puerta primera de la casa, después de un permitido período de ausencia en ella, hasta los ojos descuidaron la atención a los objetos que habían permanecido allí, solos, inmutables y en silencio, hasta que se oyera de nuevo el crujir de la cerradura que para ellos suponía la ansiada prueba del afecto. ¡Han llegado!,-pensarían- y algo ignoto les pudo punzar la inacción quizá para volverlos a la realidad, quizá para acreditarles que su utilidad confirmaba su existencia activa. Todos los muebles, los libros, los vasos, las sillas, todos los objetos de la casa, que estuvo cerrada en son de ocasional despedida, estaban en su sitio, ocupando su lugar sin una alteración sin un movimiento. Habían sido leales y nobles, sin exigir la recompensa por la guardia ni el pago por la quietud.

 

         Cuando las horas fueron poniendo orden en los sentidos y cuando se ocupó el sillón, se precisó la cuchara, se buscó el libro y todo estaba justo cumpliendo su tarea, el pensamiento cayó en la cuenta de la lealtad de los objetos y sugirió una mueca de agradecimiento o acaso una minúscula lágrima que como tales supone un reconocimiento humano a todo aquello tan útil que, aunque material, tiene su alma abierta al agrado y proporciona una paz no reconocida, tan sencilla como necesaria. ¡Han llegado! –repetirían- y volvieron sentirse, al menos, acompañados.


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