Sobre la piel de toro de la vieja Ibérica, se han abierto las puertas de los volcanes de olés y verónicas, esas lorquianas horas de las cinco de la tarde, “las cinco en punto de la tarde en todos los relojes”, la España donde la tragedia se funde con el arte, la mariposa se transforma en un alado dibujo de la plumilla de Antonio Casero o las calles se visten con carteles de Llopis y este redondel de churros y olor a aceite, estos cráteres en los que valor y arte o miedo y creación se funden bella, mágicamente en el surtidor del pase natural o el de pecho o el adorno de la manoletina y el volapié.
Que magia y sentimientos se revelan en ese circular de olés, verónicas y naturales y la suerte suprema, envueltos el aroma de los puros, la belleza del abanico, la soledad de animal y el frente a frente, solos, en ese juego de poder entre el asta de la muerte y el arte del hombre, oles como quien canta una copla, magia y muerte en el epicentro del albero.
Todo un libro he dedicado a bucear en ese misterio del hombre y la bestia: sus mitos, sus ritos y sus símbolos, fruto de mucho ver y hablar con los toreros, de ir con ellos, de compartir el rito de vestirse – un día de las fiestas de San Isidro con “El Viti”, su mozo de espadas, Miguel y yo, en la soledad del hotel -. Al bajar, le esperaba su mujer; y con Carmela Dominguín, ansiosa, a la espera de la llamada del teléfono para saber algo de su Antonio Ordóñez.
Lo de Doña Angustias, creo que ya lo he contado. Esperaba la llamada de su Manuel y según sonaba el teléfono sabía qué había ocurrido. Me pregunto cómo sonaría la tarde trágica de Linares.
Cuántos mitos, ritos y símbolos comparten el tiempo de la corrida: desde la “mariposa” de Lalanda o la proximidad a la muerte hasta ser héroe como Belmonte en una hora, o “símbolo de la hombría heroica en una hora”, según Tierno Galván. Ya “Antoñete” veía a los toreros como a dioses. Olía insoportablemente a muerto “Josetito” en Talavera bajo un sol que, simbólicamente, es, para muchos pueblos, una manifestación de la divinidad. Hasta Jaime Ostos vería en torear “una fusión erótica, artística y sentimental”.
Cuánta magia hay tras el poema lorquiano de las “cinco de la tarde, las cinco en todos los relojes”, emoción, soledad y la gloria de los hombres de oro y plata, mágicos como emperadores de hacer arte con la bravura y salir, como únicamente salen los héroes, a hombros, tras convertir el ruedo en un círculo mágico. Con razón, decía Nicanor Villalta, “una corrida no es comparable a nada”. Cuanto os podría contar, humildemente, de lo que se oculta tras ese volcán de olés y verónicas.
Qué lástima que mi libro: ”El toreo, una visión inédita”, editado por Alianza, ya no se encuentre y se haya convertido – dicho con humildad – en un libro de culto. Enamorado de la hiedra cuadrangular de los carteles, mi amigo, Julián Manzano, buen taurino, estaría muy gozoso de leerlo, ahora que San Isidro deja sus bueyes y abre la piel de toro – España – con el clarín ardiente de la tarde y los olés de verónicas y naturales.