Vamos los hombres y mujeres, sin distinción, por los pasillos del establecimiento, buscando
aquello que hemos ido a comprar, y ahí no hay redes que valgan. Saludamos con una inclinación
de cabeza al conocido con el que tropezamos, soltamos cuatro amables frases de rigor y
seguimos, -deprisa, deprisa- tras los productos necesarios, en un peregrinaje que a veces da
rodeos por desconocimiento del plano o distracción del caminante. La empatia no se considera
artículo de primera necesidad, salvo, si acaso, con la marca pretendida.
Para todo lo demás si que han cambiado las redes las relaciones. Con esto de la conexión en
ellas, todo el mundo estamos al tanto de cada nuevo «acontecimiento». Díganmelo a mi que el
lunes pasado, bien de mañana, me encontré dentro de un «interesante» debate propiciado por la
Preysler y Vargas Llosa. Nada que ver con otras épocas, en las que sólo se sabía lo cercano y lo
que los medios tradicionales, incluidas las revistas del corazón, entendían como importante o
llamativo.
No es así ahora, la noticia llega prácticamente, a cada lugar, al instante, situación propiciada por
las múltiples cabezas que deciden lo que colocan -o no- en su «muro», aderezada con fotos,
reflexiones o detalles.
Muchas veces he pensado que debí trabajar menos y presumir más, a lo largo de mis ciclos
vitales. Claro que no estaba el facebook tan de moda como ahora, ni la gente tan enganchada a
él. De haber podido intuir la reacción verdadera de los conciudadanos, hubiera contado mucho
más a las claras los términos de las relaciones de todos los concejales del Ayuntamiento, (también
de los de antes a mi y mi equipo), para que no hubiera juicios de valor sumarísimos cada vez que
alguno de los que trabajaron conmigo «se salía» del guión que la ciudad -medios de comunicación
incluidos- entendía que debía seguirse.
Yo aprendí de aquella época, que las excentricidades de algún que otro socio de gobierno
contaban con la simpatía de quienes escribían sobre ellas. Pocas veces las «ningunearon» por
considerarlas sin ningún valor para el progreso del municipio. Por el contrario, le daban colorido a
las crónicas de la villa, ocupando páginas, y dejando de lado cosas más serias para la población.
Bajo la premisa de que una unidad de tres partes no era una verdadera unidad, cada diálogo o
cada opinión contrapuesta fue entrevista como lío competitivo, periodo convulso o «carajal»
destacable.
Quien utiliza el sentido común sabe que es difícil competir con «simpáticos», «desaforados» e
«histriones». Siempre ganan por la mano a los que no lo son, porque estos últimos no osarán
(jamás de los jamases) hacer lo que aquellos, con desparpajo, hacen. En la normalidad de lo
doméstico y en lo aburrido de lo predecible, nada es igualable a los gestos escénicos de ira,
desprecio e indignación, con los que algunos obsequiaban a las cámaras. Porque «venden» en
una foto. Ya saben: lo del hombre mordiendo al perro y no al revés. Y ante eso, la vida misma se
rinde.
Lo anormal frente lo normal, lo impredecible frente a lo predecible. Y claro, de la misma forma en
la que el que tiene preparado el examen se angustia mucho más que el que no, -cercana la
celebración del mismo- por si lo suspende, dada la cantidad de tiempo que ha empleado en su
preparación y lo que arriesga en el resultado, en política el que más ha invertido en compromiso
para que sea posible un gobierno de una ciudad, se ansía y sacrifica más que nadie cuando ve
que alguno de sus coadyuvantes parece inclinado a que perezca.
Así que yo le aconsejo a los nuevos alcaldes y alcaldesas que a la par que negocian con sus
compañeros de corporación, lo hagan también con los prejuicios. Con éstos y con las
inquisiciones que de un tiempo a esta parte son moneda común en el juicio popular. Porque junto
a la aceptación de que el diálogo no es malo, (es más, va a salvarnos de nosotros mismos y por si
sólo servirá para hacer gestión, -nos dicen-), ha aparecido el ramalazo inquisitorial de la España
profunda, a la que le gusta «enviar» a los otros a la «hoguera», y su escarnio en la plaza pública. Y
que nunca se satisface: que alguien no se va, «leña al mono», pero si se va, también, por hacerlo
demasiado tarde…¡Ay, señor!