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“LA PLAYA” CACEREÑA DE LA CIUDAD DEPORTIVA

OPINIÓN
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[Img #45934]Quizás sea un sueño color sepia en la ya lejana memoria de mis años, la plaza de Colón,  los pasos perdidos, tan en lontananza, hacia el Rodeo, más concretamente, en la Ciudad Deportiva –  de nombre oficial Sanz Catalán -, en el Cáceres del inicio de los años cincuenta, cuando la ciudad empezaría a despertarse del letargo y la pesadilla de “los años del hambre”, previamente la capital del dolor – la imagen histórica de Franco asomado al balcón en la Ciudad Vieja -, en la plaza de San Mateo al fondo.  

 

La plaza de Colón – la calle donde los viejos autobuses de la época nos llevarían a Plasencia -, y el repecho y la curva, camino del Rodeo, donde, en lontananza, a la llanura le brotaba La Montaña, tan grata para el paseo como para los ojos, especialmente, las llanuras, verdes o doradas, según las estaciones, con Portezuelo en la lejanía, como si la cordillera se abriera, en forma de uve mayúscula. Aquellas tardes de vino y rosas, cuando estrenábamos la coeducación en el “Viejo Insti” y dejaríamos nuestras risas adolescentes entre las peñas de La Montaña, junto a nuestras cinco ninfas, en el estreno de la llamada coeducación.

 

En esa curva hacia la Ciudad Deportiva, inicio de un reinado urbanístico, dormida en la  memoria, gloria sin cromos de cuantos jugaban en el campo de hierba del Rodeo y, sin hierba, en el de Cabezarrubia, junto a una fábrica de corcho. En uno de esos encuentros, el estudiante, Andrés Duque vería, en una ocasión, el dolor de las estrellas, su pierna quebrada, sollozos y alaridos, ayudado por el samaritano Pablo Naranjo con un par de tablas y ¡gracias! ante la usencia de un botiquín. Aquel viejo campo de tierra, que archivara el eco muy callado de los goles – yo no pararía un balón desde medio campo y, desde entonces, llevo una lejana cicatriz de “frustración”.

 

Buen cronista de ese tiempo es, sin duda, el amigo Julián Manzano, conocedor de esos pagos como zahorí, especialmente, del Calerizo. Hasta ahí, la ciudad había extendido, tímidamente, sus tentáculos urbanísticos – aún la Avenida de Alemania -, como si el eco de la contienda bélica, se oyera aún en esa extremidad del mapa, viejo campo rudimentario de futbol, en la hemeroteca de sueños con  cromos, héroes balompédicos ya fenecidos, en la timidez de la urbe, que, lentamente, se incorporaba a nuevos tiempos.

 

El rito, posteriormente, de la Ciudad Deportiva, en un Rodeo de olores y colores, festejos de ferias, campo de hierba, redes donde el amigo Antonio Camacho, alada figura  en el aire para coger el balón, sí, Camacho, el portero, buen amigo, que hasta tiene un museo en un pueblo cercano a Madrid. Camachito: que te fuiste con tus manos de guante y un silbato de árbitro internacional, y cromo de gloria en el álbum de la única militancia del Cacereño en Segunda División, año 1950 -51.  

 

Rodeo de feriantes, sencillo y abierto a la Ciudad Deportiva, tras la ondulada pared del Complejo, pistas de tenis, hípica, exámenes de conducir, las primeras piscinas, donde las retinas, a hurtadillas, disfrutaban de los encantos de las cacereñas – qué bonitas son -, la piel húmeda de nuestras vestales, separados hombres y mujeres ante “un muro de honestidad”.

 

En esa época, llegaría, procedente de Alcoy, Llopis Iborra, con su báculo pastoral entre Coria y  Cáceres; y su ausencia cauriense, se cantaría en pliegos de cordel, y pintadas no exentas de mal gusto. En aquel ambiente de sueños y goles, gozaríamos con los mitos, ritos y símbolos de nuestros héroes del día  – color rojo del calendario -, primeras pelotas de tenis y  la hípica, caballeros, que nos recordarían los torneos del medievo.

 

En 1950, abriría El Cacereño su reinado balompédico con un triunfo sobre el Almería, que solo el futbol sería capaz de integrar el lejano olor del mar con el romero y cantueso de nuestro campo. Rodeo que recrearía nuestros ojos adolescentes, el color de las ferias enterrado en las pupilas de muchacho, churros y barcas de aire tan lejano de los pagos de la nacencia, no muy lejos de la taquilla de la Ciudad Deportiva.

 

Allí, en aquel “muro de la vergüenza”, solazaban las mozas sus sueños de musas, quizás pensarían en Marilyn y la obsesión imaginativa de Gary Cooper; y las pupilas varoniles y la picaresca del beso como de lazarillos del deseo. Todo queda en ese color amarillo que las horas destiñen, sin prisas o con prisas, de un lejano tiempo, que parece un cuento de dibujos animados. Ninfas y ojos de “lujuria”…, algo /mucho así es el hombre, con sus gozos y sus sombras, cuando al calendario se le han caído tantas hojas de melancolía, que arrebato no sé de qué células cerebrales, donde yacen, como sueños, los almanaques amarillentos del tiempo.

 

 


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