Mira, Melchor, el tiempo que ha transcurrido, desde aquellos tres años como tres siglos, cuando este país llamado España, entraría en la locura bélica, que abriría el portón de los ruedos ibéricos para desenvainar la espada del odio y derramar la sangre lorquiana de las cinco de la tarde o bajo la luna llena de la noche, cuando el odio había prendido las teas de la maldad, abiertos los ruedos de la vieja Iberia, para que los hombres supieran hasta que altura llegaba el odio. Tú, Melchor, que soñabas con la gloria del traje de luces o con abrir la Puerta del Príncipe, ídolo de seda y oro junto al Guadalquivir y, tras ese sueño, lo que harías por evitar los “paseos”. Tú que habías dejado en tu Maestranza la frustración de la gloria, “a las cinco de la tarde”, roto por una cornada, después chapista, samaritano en el portón bélico de la locura, presidente del Sindicato de Carroceros, anarquista, cuando el español había perdido el norte, que la vieja Iberia era muerte y odio, “matanzas en las cárceles” y, entonces, apareciste tú para coronar la gloria que llevabas como un ideal. Entonces tú y Juan Batista, tantas tardes con él, hablando de vuestras hazañas – llevaríais la sensatez a la locura del 36 -, que veo tu imagen y el eco de tus palabras a los presos, cuando evitaste el asalto a la cárcel de Alcalá de Henares, tras el bombardeo nacionalista. Tú y Juan Batista evitaríais una matanza de más de mil quinientos presos; y que acabaríais con las “sacas”, y darías de comer a los presos, y la denuncia del Partido Comunista con cárceles privadas en Madrid, hasta la Junta de Defensa, presidida por Miaja, estuvo al borde de la crisis. A pesar del tiempo, estas en la órbita de la leyenda, “ángel rojo”, dialéctico, que se decía que había fascistas bajo tu cama, “ángel traidor” para los revanchistas que te culpaban de que la contienda – la de la otra España – se había perdido por ti.
Con Juan Batista –muchas de mis horas con él – habías salvado miles de vida, desde Muñoz Grandes hasta los hermanos Alvarez Quintero; y aquellos 1532 presos de la cárcel de Alcalá y los hermanos Quintero, el hombre y sus ideales, que se dice que revisabas nichos y sepulturas – refugio de perseguidos de la “quinta columna – en los últimos días de la guerra, cuando le daban la puntilla a la República.
Aquella noche del día 28 de marzo, Melchor se dirigió a los madrileños a través de la radio, y se proclamó alcalde de Madrid. El Ayuntamiento – palacio del marqués de Amboage -, estaba en la calle Juan Bravo, esquina a Velázquez -; y allí te llamó, por teléfono, el gobernador civil, César Gómez Lucía, cuando los “nacionales” entraban en Madrid y “El Caballero Audaz” le diría a Juan Batista: “Estáis muy tranquilos”.
Melchor viviría modestamente, en un piso de la calle Libertad, atendido por “Castillito”, su amigo banderillero y su mujer que le atendería hasta el último adiós. En tu sencillo entierro, Melchor, había presos de distinta ideología. Y cadáver, en un ataúd, envuelto con una bandera anarquista y un crucifijo. Martín Artajo rezó un Padrenuestro y los anarquistas cantaron su himno. Así dejabas este mundo, hombre de paz en la guerra, “ángel rojo”, alcalde brevísimo de la Villa y Corte. Ahora tendrás una calle, como regidor de la Villa y Corte y, seguro, que no te faltará una rosa.
Juan Antonio Pérez Mateos, escritor y periodista.
Este y otros episodios están recogidos en mi libro: “Entre el azar y la muerte”- Testimonios de la Guerra Civil·, editado por Planeta, en su prestigiosa colección “Espejo de España”