A Emilio Lledó, el buen profesor, el buen filósofo, le llueven los premios por todos los lados. Si me
dejo llevar por los malos pensamientos, afirmaría que todo ocurre por alguna razón. Esta sociedad
nuestra solo suele homenajear a quienes no considera competidores en exceso, bien porque no
se puede llegar a su altura, o bien porque ya se les considera fuera del tiempo competitivo en el
que día a día se desenvuelve.
Valoro mucho a Emilio Lledó. Siempre dice cosas interesantes. El aluvión de frivolidades que nos
rodea, hace que la intelectualidad se haya replegado a sus propios y selectivos círculos, dejando
(en mi modesto entender) todo el campo general a innumerables charlatanes que explican el
mundo y a las personas en 140 caracteres.
Tal es así, que los inquietos y curiosos, sin más, de tantos y tantos asuntos, nos sentimos un poco
huérfanos. Y Emilio Lledó se explica muy bien cuando le preguntan. Alto y claro. Y ¡cómo se lo
agradecemos!
Habla por ejemplo de la educación como creadora de la libertad y a mí, el símil (aunque he
perdido mucha fe en él) me fascina. Habla de las Humanidades y cita de corrido los objetos de
estudio de los primeros filósofos, quienes además de hablar de la belleza o de la justicia o del bien
y la sabiduría, citaban al agua, el aire, el fuego y la tierra, fuentes de tantos fundamentos y teorías.
Afirma con aplomo que el mal de nuestro tiempo es la ignorancia. Y puede que no le falte razón,
tan comprimidos que estamos en la moda predominante de la levedad, en esas intoxicaciones
permanentes de ciertos programas de ocio, en esa crisis de ideas que adora, mayormente, al
dinero y a quien lo posee o puede poseerlo.
Ese descuido del lenguaje, esa insolencia para hablar de todo sin profundidad, de mucha de la
gente que influye necesariamente en nuestras vidas, ese creer que la universidad es válida sólo si
proporciona una forma de vida consecuencia de un trabajo, obtenido a través de una carrera, son
características actuales que nos empequeñecen.
A mí me gusta Emilio Lledó por lo que dice y por cómo lo dice. Necesitaríamos más intelectuales a
los que les doliesen el mundo en su día a día y lo dijesen. Que bajasen al terreno normal de los
autobuses y de los mercados. Que se mezclaran entre sí. Que impartiesen doctrina y excelencia.
Esperamos lo que no tenemos. Lo que debiéramos producir nosotros mismos, a través de nuestra
propia formación: el criterio. Un criterio fundamentado en la experiencia y en las exploraciones de
nuestros asuntos. Solo entonces las malas influencias pueden resultar menos perniciosas. Y las
distintas crisis, menores.
-«¡Qué maravilla, a usted le interesa todo!» -me dijo hace algunos años un catedrático que visitó
nuestro centro, en los albores de la introducción de la carrera de Educación Social, en la
Universidad de Extremadura-
-«Desde luego, -le contesté- pero no sé si es suerte o es desgracia…» (acostumbrada como estoy
a ver enaltecidas a personas que dedican toda su vida profesional a un personaje o a un hecho
histórico).
Pero amigos, vayamos terminando y ya puestos a pedir, roguemos para que sigan existiendo los
«emilioslledó» de turno. Y nos hagan, inquietos, pensar. Porque sin duda la mente y su ejercicio es
de lo más productivo que conozco. Y habría que gritarlo una y vez veces a cuantos desprecian el
capital humano, como si sobrase para crear, para inventar, para gestionar o para construir.
Esto es lo que hay, que dirían algunos…