Pues resulta que, según leo en un suplemento sobre la ciencia de un conocido periódico nacional,
han aparecido innumerables formas geométricas en la selva de Brasil, lo que ha obligado a los
curiosos a interrogarse sobre el por qué de su existencia. La deforestación, que allí avanza
inexorablemente, ha dejado a la vista un gran número de círculos o de cuadrados cuya presencia
nadie sabe cómo explicar. Los arqueólogos ya tienen para consumir su tiempo y su dinero.
¿Ofrendas a los dioses, lugares de asentamiento de los pueblos naturales de la zona? Ninguna de
estas preguntas tiene una contestación exacta. Lo hallado asemeja fosos diferentes de hasta
cuatro metros de profundidad sobre un suelo de arcilla. Algunos miden 300 metros cuadrados de
superficie. Aparecieron hace tiempo y por azar, siendo similares a otras figuras encontradas en las
selvas de Bolivia, y nadie, fuera de los departamentos académicos, les concedió al principio
demasiada importancia.
Las figuras están conectadas entre si por lo que parecen caminos, los contornos están formados
por zanjas abiertas en la tierra y parecen haber tenido funciones defensivas. Ahora bien, las
últimas investigaciones sugieren también que pudieran ser lugares de celebración de ritos y que
los llamados geoglifos pudieron ser construidos para rendir culto a alguna divinidad. Sea cual sea
su origen lo cierto es que el dominio de la geometría de quienes los hicieron es apabullante.
Aunque no se sepa lo qué hay de verdad en todo lo dicho hasta aquí. Algunos de los escasos
restos encontrados datan de 1294 d.C., pero hay dotaciones de movimientos terrenos que pueden
tener más de 4000 años de antigüedad. Lo único verdaderamente certero es un texto de finales
del siglo XIX que relata un encuentro entre un militar brasileño y unos 200 indios que adoraban a
dioses geométricos y vivían en una aldea perfectamente ordenada.
No me digan que la historia no es evocadora y bonita. Si todo lo que se supone fuera cierto,
estaríamos hablando de una civilización perdida pero inteligente, lo cual no tendría nada de
extraño. Que el azar intervenga en los caminos de la evolución no quiere decir que los actuales
humanos que poblamos la tierra seamos más sabios que los que nos precedieron, solo por el
hecho de venir detrás. Distintos, en algunas particularidades, eso sí. Pero mejores, quizá no.
A mí me atrae la idea, profusamente demostrada en otras materias. Con solo una pequeña lectura
de la historia del mundo se puede comprobar el dinamismo de los procesos y la conformación de
la realidad a base de minúsculos y mayúsculos pasos dados por muchos mortales. La
matemática, por ejemplo, es una construcción de muchas mentes, confeccionada no en línea
recta, sino en zig-zag, aunque profusamente inquirida, sin un ritmo fijo en cada una de sus partes.
Nada que ver con ese concepto de ciencia cerrada y perfecta que los ortodoxos de la enseñanza
nos han predicado tantas veces.
Esto me gusta. Tener misterios por resolver agudiza el ingenio y la curiosidad de nuestros
científicos. Al igual que un cierto caos es necesario en una conversación para que ésta sea
interesante (en el decir de Juanjo Millás), las incógnitas vitales nos obligan a buscar humildemente
la solución de ciertos problemas. Nos vuelven creativos a fuer de curiosos, nos obligan al estudio.
Tener la mente inquieta ayuda al corazón que se siente joven y activo. Es un don, desde luego.
Los descubrimientos que muestran a nuestros antecesores como gente viva y con recursos, me
hacen creer básicamente en la condición humana. Me dan confianza en el saber hacer de la
Humanidad. El inteligente antes que el bondadoso, cualidad esta última de la que no tengo
demasiada buena opinión pues en ocasiones solo existe para enmascarar otras carencias. Es
aquello de que «es bueno porque no puede ser otra cosa…». Aunque suene un poco desaborío