VOLVER A LOS DIECISIETE

Una de las fotos más características de mi madre es la que durante mucho tiempo yo vi
en su carnet de identidad: la de una mujer de unos cuarenta, fotogénica y vestida de
oscuro porque esas eran las normas aprendidas en su juventud, la mujer casada y con
hijos debe vestir en tonos sobrios.

A la niña que yo era le parecía una persona adulta, pero muy adulta, casi mayor, mayor,
con la autoridad de los años y de su estado civil: matrimoniada y con niños. Solo cuando
yo llegué a esa edad hube de darme cuenta (como de otras muchas cosas) que la
presupuesta vejez no era tal y que las ansias de la mente y el corazón de los cuarentones
no se diferencian tanto, como yo creía, de las de los veinteañeros.

La experiencia enseña que lo mismo sucede con otras muchas facetas de la vida. La
sociedad, la gente, supone lo que ocurre en un montón de situaciones de forma
totalmente arbitraria, a menudo porque le conviene. Así, por ejemplo, se decide que sólo
tiene ideas el emprendedor, o deseos de fiesta el chiquillo, que sólo estudia el estudiante,
y sólo hace política el político profesional (pongamos por caso). Que si se tiene un cargo,
más o menos merecido, se debe estar en cuanta tribuna o foro público se programe, se
sepa o no de lo qué hablar en cada momento. Y a la contra, que si no se posee dicho rol,
se ha olvidado todo, no hay que tener en cuenta las opiniones (salvo de personas muy,
muy reconocidas y que no permiten ser olvidadas) y por supuesto se debe desaparecer
de cualquier lugar o protagonismo, porque lo contrario puede ser interpretado como un
deseo de competir con los demás y quitarles el sitio.

Pero nada de lo anterior es tan simple. Con frecuencia el que tuvo, retuvo y de ahí que las
reglas diseñadas para cumplir los protocolos se distorsionen. Cuando una organización ha
surgido para ayudar en el día a día a unos determinados sujetos, hace bien en no
distanciarse de los mismos porque ello la llevará a dejar de existir, al no encontrarla
aquellos útil para los intereses de su propia vida. Y de nada valdrá reivindicar proyectos
generales por el bien común si el bien particular no se siente ayudado. Demasiadas
veces, por ello, el mundo oficial funciona por un sitio y la sensible percepción de las
personas particulares por otro.

Es curioso, por tanto, el comprobar cómo los humanos somos capaces de la mayor de las
anarquías en nuestras conductas y al minuto tirar de montones de preceptos
estereotipados para conducirnos cuando nos interesa, con un simplismo poco creíble. Nos
salva, siempre nos salva, la bonhomía y los reflejos. Claro está, si se tienen condiciones.
Hoy, en un importante acto académico el máximo responsable de la UEX ha dicho unas
palabras dedicadas a mi persona y a mi honorabilidad. No estaba en el guión pues él no
tenía por qué saber de mi asistencia a la ceremonia. Así que doble mérito. Y se lo
agradezco profundamente, al igual que los aplausos desencadenados. No hay nada como
haber pasado la barrera para saber cuánto valen los gestos públicos. Sólo la empatía
entre seres humanos nos salvará.