Cada vez que, debido al cambio de estación, cambio de tipo de zapatos, se me producen
ampollas en los pies y esto debe ser el ejemplo simbólico palpable de que mudamos de piel (o de
costumbres) con dolor en diferentes etapas de nuestra vida, el primer momento cuando nacemos.
Una parte de mi educación sentimental está apoyada sobre los contenidos de los cómics. Nunca
lo había pensado, pero el otro día cayó en mis manos un texto escrito por una mujer-chica, o
chica-mujer, que para el caso viene a ser lo mismo, en el que narraba la sensación de bicho raro
que sentía al visitar una tienda especializada en narraciones de este tipo, rodeada de hombres por
todas partes y sintiéndose observada con demasiada curiosidad en su atuendo desenfadado y sus
gustos bibliográficos
Bien es cierto que estaba hablando de un país hispanoamericano, de los que nos cuentan que
son más mirados para estas cosas, pero el artículo me pareció interesante por motivos estéticos y
culturales. Sobre todo, porque en demasiadas ocasiones damos por sentado que algunas cosas
ya están conseguidas cuando no es así.
No es mi caso, al menos en este asunto. De cuando yo era chica recuerdo con cariño mi amistad
filial con varios niños de una familia muy apreciada por mi gente. Al principio de la vida de casados
nuestros padres habían compartido vivienda, se habían ayudado mucho y eso originó un vínculo
tan fuerte entre ellos que se mantuvo hasta la muerte de los progenitores de unos y de otros. Aún
ahora, cuando pienso en aquella época, mis sensaciones son de felicidad y hermandad
compartida, tanto o más como con la familia de sangre.
Mis amigos, sobre todo uno de mí misma edad, venían por casa todas las semanas, por razones
diversas y, niños como eran, siempre traían cómics de aventuras que cambiaban en el kiosko por
una módica cantidad de las de entonces. Yo los leía con ellos y me gustaban. Así que crecí con
los héroes de entonces: el Capitán Trueno, el Jabato y hasta Roberto Alcázar y Pedrin (que eran
los que menos me atraían, demasiados serios y tradicionales).
Me gustaban las aventuras exóticas del primero, siempre navegando por el mundo en pos de la
justicia; me atraía la civilización romana (evidentemente novelada) en la que se desenvolvía el
segundo, y los casos detectivescos de los últimos.
A veces los adultos, creyéndonos muy sabios, complicamos demasiado las cosas. Yo leía cómics
de aventuras de manera natural, con pleno conocimiento de mis padres, tanto o más como lo
hacía con los de hadas y príncipes, argumento importante para las niñas de entonces, y sin
reflexiones de las llamadas «de género» al efecto. Simplemente porque no había. Funcionaba el
sentido común y ya está.
«Usted parece un hombre del Renacimiento» -me dijo una vez un catedrático de Ciencias de la
Educación, venido por estas tierras para dar una conferencia -en pleno debate de ideas conmigo.
«No, por Dios -le contesté ruborizada- aunque sí le acepto que son muchas cosas las que me
interesan». Y le saqué a colación las películas de arte y ensayo de los cine-forum que veíamos por
la tarde en los tiempos universitarios, al lado de las novelitas de Corin Tellado que leíamos en los
ratos de asueto, cuando Corin Tellado aún no había sido prestigiada, en su genero, por la opinión
pública.
Nuestra generación fue iconoclasta a su manera, quizá porque no le quedaron otras opciones y
así pudo recibir lo bueno y lo malo de cada oferta, sin ambages. Ahora que ya estamos en el
futuro, colado de rondón y sin avisar, a ver qué hacemos. Qué se nos ocurre.