Un poema de Blas de Otero sobre los puentes de Zamora, transcrito por una amiga en mi
perfil de Facebook, me ha hecho caer en la cuenta de cuánto los amo y de qué forma van
unidos a mí propia trayectoria y personalidad. El agua como fuente de vida propia, los ríos
fundadores de ciudades, como dijo con acierto Claudio Rodríguez.
El Duero es poderoso y su influencia también. De niña lo vi subir enfadado hasta la parte
de abajo de la famosa calle de Balborraz, por la que se accede a la Plaza Mayor desde
los barrios bajos. Desbordando el cauce, había saltado por encima de las barandillas y se
aproximaba torvo hacia las casas, primorosas en verano, pero casi anegadas en aquel
entonces por tanta agua, en la época fría del invierno.
El puente de piedra hoy es peatonal, lo cruzan muchos hombres y mujeres todos los días
para llegarse hacia los barrios de afuera de la muralla, barrios cercanos a la carretera de
Salamanca y al cementerio. Cuando camino por allí, tropiezo con el antiguo convento de
los franciscanos, convertido en una fundación hispano lusa para relaciones con el país
vecino; no hay que olvidar que es el Duero, encajonado, el que sirve de verdadera
frontera entre dos zonas que en realidad es solo una, tan grande su similitud y sus
recursos. En la puerta, una efigie de quien fuera el primer rey de los portugueses: D.
Afonso Henriques, donada a la ciudad por la Academia de Letras y Artes de Cascais, con
motivo de los 850 años (en 1993) del Tratado de Zamora.
En el camino tropiezas con las Aceñas, los famosos molinos de agua, propiedad del
Obispado, quien gestionaba su rendimiento y producción, hoy restauradas para la visita
de los turistas, centros de interés y de programaciones de luz y sonido en las noches de
verano. Un lugar de paisaje hermoso, como pocos. Ya lo dijo Blas de Otero:
«Junto a la orilla, baten
las aceñas, España
de rotos sueños.
Cuando el poniente pone
sutil el aire y rojo
el cielo,
el puente se dibuja
tersamente, y se oye
gemir el Duero.”
Todas las ciudades son bellas a poco que se indague sobre y para ellas. Las queremos
irracionalmente, sin estridencias, pero de una forma (en algunos casos) desconcertante.
Algunos tenemos la suerte de amar a más de una: a la del nacimiento e inicio de la vida y
a la de la construcción definitiva del propio yo. Pues, amen, amen. ¿No les parece?.