Haciendo un alto en el camino de nuestros “Recordatorios” (infancias, adolescencias, juventud y lo que nos queda), me vais a permitir que, entre col y col, meta alguna lechuga. Y, por ello, en esta víspera de Nochebuena, os traigo una “Pingolleta”, cuya inspiración para adobarla me la despertó el rótulo que vi caligrafiar hace escasos días sobre un edificio de mis patrias infantiles. El inmueble se levantó hace ya un porrón de años, destinado a lavadero municipal. Diminutos contenedores de cemento que más parecían destinados a lavarse malamente la cara que a sumergir en ellos sábanas y “senáguah” (enaguas). Absurdo por completo cuando a medio tiro de honda corre un arroyo donde las mujeres lavaban la ropa a sus anchas. En el estiaje, lo hacían en las grandes pilas graníticas de sus huertos de riego. Años en que el agua corriente en las casas brillaba por su ausencia. De lavadero pasó a matadero municipal, por aquello de una anacrónica ley que instaba a los vecinos a realizar sus matanzas familiares en tan constreñida edificación. Fue el “risoriu” (hazmerreír) de los paisanos, que tildaron a quienes tuvieron tan “feliz” idea de pasarse de listos y de desconocer por completo los entresijos de las familias campesinas.
Fracasaron el lavadero y el matadero y, después de un tiempo en que el edificio sirvió de cajón de sastre, ahora lo llenarán de artilugios para que los mozos desarrollen recia musculatura o gente ajamonada pierda los michelines. Todo un gimnasio por Navidad. Otra solemne majadería, al decir de algunos, dentro de un ejido, cuya propiedad comunal hay que remontarla a la Alta Edad Media. Dejó de ser de todo el vecindario y se convirtió ilegalmente en un bien municipal o de propios hace ya la tira de lunas. Así por las buenas, sin que nadie emitiera la menor protesta. Si los que ya son polvo cósmico por las galaxias de la Nada y solo aparecen en fotos sepias levantaran la cabeza, la volverían a hundir de inmediato bajo la tierra. A ellos, de cuerpos recios y azotados por todos los ábregos y soles del mundo pero flacos como “tármah” (leña seca y menuda de encina), no les sobraban una gota de grasa por el comer austero y sano y por estar haciendo todo el día gimnasia sobre sus “güértuh”, sus “genálih”, sus “pláuh”, sus “suértih” o sus “ciérruh”. Así mataban dos pájaros de un tiro: se mantenían en forma y hacían a la vez cosas de provecho. Ya lo decía el filósofo griego Platón: “La falta de actividad destruye la buena condición de todo ser humano, mientras que el movimiento y el ejercicio físico la conservan”.
Pero he aquí que aquella escuela de Hipócrates, el que naciera en la isla de Cos en el siglo VI antes de Cristo, añade algo más sobre el ejercicio físico, abundando en su bondad para la salud siempre que se realice al aire libre y sobre la madre tierra. Aristóteles incidirá sobre lo mismo y propugna el equilibrio entre el desarrollo del cuerpo y el de la mente. En su “Ética a Nicómaco”, alaba las excelencias de ejercitarse al aire libre y en contacto con la naturaleza. Su testigo lo han recogido eficientemente los científicos deportivos, que hoy en día abogan por hacer ejercicio rompiendo el agobio y la monotonía de los gimnasios, respirando el aire limpio y no los olores a sudor de los espacios cerrados, disfrutando de la libertad de ámbitos a los que no se les pueden encorsetar con puertas, tomando el sol como inconmensurable fuente de vitaminas o dejando cabalgar nuestras anatomías entre los vaivenes naturales de los campos y no someterlas a nocivos sobreesfuerzos en sofisticados artilugios artificiales. Investigadores de la Universidad de Essex (Reino Unido) han demostrado fidedignamente que, a los cinco minutos de hacer ejercicio al aire libre, se produce un enorme aumento de la autoestima y una gran mejoría del ánimo. Además, el aire libre es gratuito. No hay que pagar un solo céntimo de euro por su uso, al menos por ahora. Toquemos madera para que esos depredadores de la derecha política y económica (caso del Gobierno del barbado Mariano Rajoy Brey y de las grandes compañías energéticas, con Iberdrola a la cabeza) no nos vengan con impuestos por el aire que respiramos, tal y como les ha ocurrido a los ciudadanos que captan la radiación solar para sus paneles fotovoltaicos. Ni Luis XIV, rey de Francia y conocido por “El Rey Sol” se hubiera atrevido a tanto.
Ya podemos predicar algunos en los institutos de secundaria o en otros centros de enseñanza para que los chavales abracen fraternalmente al entorno natural que rodea a sus medios rurales, ejercitándose y disfrutando a la par de sus ecosistemas y cargándose de las energías positivas que desprende la madre tierra. Nuestras palabras se las lleva el viento. Ya hablaba Miguel de Cervantes en “El Quijote” de la inutilidad de “predicar en el desierto y majar en hierro frío”. O como le escuché a la que fuera mi paisana Julia Martín Cáceres, más conocida por Ti Julia “La Polla”: “no t,avéngah a razónih con la beata, qu,el cura bien que la ata y bien que la tapa”. Nuestros muchachos y muchos que no son tan muchachos y que residen por estos nuestros pueblos perdidos entre canchales y coscojas, hace ya un tiempo que se dejaron deslumbrar por foráneas culturas urbanitas y dieron en perder el norte. En este deslumbramiento tiene mucha culpa una Administración que calienta sus posaderas en escaños anclados en la esfera de lo local hasta lo nacional, pasando por todos sus estados intermedios. Una Administración indocumentada, despegada de la tierra e infectada por el virus de la falsa modernidad. Hay excepciones, como puede ser la del alcalde de mi pueblo, Miguel Ángel Montero Sánchez, amigo mío desde la infancia y al que considero un abnegado amante de la Naturaleza (con mayúsculas). Seguro que a él le han hecho comulgar con ruedas de molino las muchas comadres que le acosan por doquier. O tal vez ese asunto del gimnasio por Navidad responda a algún plan descerebrado de la Administración provincial o regional para dotar de tales locales a las villas y lugares del medio rural, cuyos entornos ya son de por sí auténticas pistas polideportivas.
Nuestros mozos y no tan mozos de estas aldeas y poblachones ya casi ni saben distinguir un “galaperu” (majuelo) de un “agabanzu” (rosal silvestre), una “jorli” (cernícalo) de una “coruja” (autillo) o una “moleña” (piedra granítica) de un “cahcarrollu” (canto rodado). Pero sí que conocen y se chiflan por todos esos artilugios que utiliza gente que, en muchos casos, adolecen de esa obsesión burguesa por el culto al cuerpo, tan propia de niños pera y niños de papá, tribus urbanas que aspiran a labrarse anatomías de yugurines y de tabletas de chocolate, tertulianos asiduos de programas televisivos cutres y casposos, engominados “gürtelianos” y otros miembros de la España más derecha y la que suele caminar “Por el Imperio hacia Dios” o por urbanitas que piensan más con el músculo que con la mente. No importan las tendinopatías, las roturas de fibras, las lesiones por sobresolicitación, el desarrollo de rabdomiólisis o las aortas desgarradas. Ni tampoco el abuso de proteínas, aminoácidos, complementos alimenticios varios o esteroides y anabolizantes que se exponen en los estantes de los mentados gimnasios, cuya calidad suele ser dudosa y donde la supervisión médica deja mucho que desear. Lógicamente, no podemos meter en el mismo saco a todos los que acuden a esos recintos por no tener a mano esas esplendorosas geografías de las que pueden estar orgullosos nuestros medios rurales. Gente que acude con la cabeza y busca relajar el estrés psicosocial de la gran urbe.
Mi pueblo, que lleva el remoquete de “El Bajo” pese a que su casco antiguo se encuentra en una colina denominada “La Cuéhta” y flanqueada por dos riachuelos, estrenará gimnasio estas Navidades. Mi pueblo, más conocido fuera de las fronteras regionales que dentro de ellas por su legendaria “Cuadrilla de los Muchachos” (el ejemplo más emblemático del bandolerismo de cuño social de la España del siglo XIX), no tendrá un Museo de Identidad dedicado a tal hecho histórico, pero sí tendrá un gimnasio. En mi pueblo, esa famosa y antiabsolutista “Cuadrilla” no tiene ni rotulada una calle, pero, en cambio, ostenta el pomposo y altisonante nombre de “Avenida de América” uno de sus callejones más sombríos y donde no hay maldito el árbol, y ahora, en Navidad, podrá presumir de un gimnasio en el ejido que sigue siendo comunal, porque los bienes comunales nunca pueden cambiar de titularidad. Mi pueblo, con más de una docena de asentamientos arqueológicos en sus términos, no tiene un Museo de Identidad para glosar esos vestigios, ni siquiera un simple tríptico donde aparezcan cartografiados y puedan guiar al viajero y al curioso; pero sí podrá brindar estas Navidades por haber conseguido un gimnasio para quemar el sebo de los que no están a gusto con sus cuerpos.
Perdonadme, amigos míos, por haber tenido la osadía de hablar de mi propio pueblo. ¡Feliz Navidad!