ahuja
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Dicen que donde hay confianza da asco y debe ser cierta la frase pues no hay nada como
escuchar a unos estudiantes universitarios defendiendo la ausencia de mala intención al
gritarle a sus amigas que son unas putas ninfómanas, y más tarde, las explicaciones de
las así interpeladas disculpándolos: “no es para tanto, se trata de una tradición, pero si
son amigos nuestros…”.

Claro está que hay muchos tipos de amistades: del alma, del corazón, del partido, del
sindicato, de la Facultad, y si me apuran, hasta del yoga y del pilates… Sergio del Molino
ha narrado en su libro “Un tal Gonzalez” algunos retazos de la trayectoria del expresidente
antes de su llegada a la Moncloa, y su relación, por entonces, con sus más próximos.

Cuenta que un día, al ir a comer con dos amigos, siempre faltos de dinero, estos le
ofrecieron unas latas de perdiz escabechada. “Las habéis robado!” les grita intuitivo
Felipe. “¡Eso no se hace, coño, un socialista no roba!”. Lo cual viene a coincidir en
esencia con el meollo de la carta que nuestra tutora preferida -y en las antípodas
ideológicas a Felipe- nos enviara, desde su nuevo destino, a nosotras muchachas de
trece años, en plena pubertad: “Mis niñas, mis niñas, mis queridas niñas, ¡no hagáis
nunca trampas, aunque con ello aprobéis los exámenes!”.

Que la opinión de los estudiantes que han hablado a la prensa no es la de todos, eso es
obvio. Que las novatadas, por lo general, son un asco, también. Que buscan siempre la
humillación del novato, eso es un hecho. Que todo el mundo ha mirado, desde tiempos
inmemoriales, para otro lado, desde luego. En mi época universitaria, en los Colegios
Mayores, sobre todo en los de chicos, se ofrecían múltiples variedades de novatadas:
desde quitarles a los recién llegados las puertas de sus habitaciones, separándolas de
sus goznes, obligándoles a tener que bajarlas desde la terraza, a donde curiosamente
habían ascendido, hasta visitar a las tres de la madrugada el Barrio Chino
correspondiente, cuando aquel estaba en pleno apogeo, vestidos sólo con el pijama, en la
noche bien fría. Tal como estaba estipulado tradicionalmente, los “nuevos” las aceptaban,
no sin disgusto, rogando in mente que pasaran pronto, para así “entrar en sociedad”, sin
mayores daños colaterales. Era el impuesto pagado en el fielato de admisión al grupo de
los más, de lo más. Por aquello de la necesaria integración, ya saben.

Hoy tenemos otros decorados, pero sigue presente la misma necesidad primaria de
demostración de poder de unos individuos (hombres o mujeres) sobre otros, cada vez que
existe la menor ocasión para ello.

La sociedad igualitaria en la que creemos vivir se hace trampas a sí misma cuando niega la mayor y que no es otra cosa que una cada vez mayor falta de respeto entre sus integrantes, eso sí, tapizada en este caso, de dominio sexual y soeces palabras. Solo hay que entrar en las redes sociales para darse cuenta de cómo se vapulea al contrario, a cualquier contrario, cuando su opinión no coincide exactamente con la mayoritariamente aceptada como políticamente correcta.

En los gritos que se oyen de los muchachos en el vídeo y que, con razón, tanto escándalo han
producido, están además de unas hormonas desaforadas, una auténtica falta de adiestramiento (¿familia, escuela, medios sociales?) en el respeto real entre quienes se dicen iguales.

Nota: La imagen es la fachada del Colegio mayor Elías  Ahúja de Madrid, en la noche que se produjeron los hechos reseñados en esta opinión. 


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