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A lo largo de mis peripatéticos años de trabajo, qué bien acompañada he estado de gentes diversas y sabias cuyo eco de frase aún guardo en la memoria. Y era Julio, el compañero zamorano que se recorría los kilómetros con alegría de antropólogo, el que me regaló una frase con la que he comulgado desde los tiempos de la tierra de Vitigudino: “El verano es para los pobres porque no hace falta ni comida ni abrigo, y el invierno, para los que tienen dinero”.

Qué fácil la vida del verano, sin apenas ropa ni manta que nos cubra de las inclemencias, agua y sandía, gazpacho y poca comida para conjurar el calor de la siega cuando yo era niña, paredes de adobe gruesas y frescura de cristal empañado. El estío era un tiempo de trabajo al amanecer y siestas detenidas en la quietud de la casa cerrada. Sombrero de paja y vestido que se lavaba en la noche para mancharlo de día con el sudor del juego. Nada hacía falta más que un helado de polo, más barato, el domingo de misa temprana. Tiempo de botijo y sangría recalentada. Tiempo dorado en las eras donde los montones de cereal eran promesa de pan y trabajo mientras en el tractor y en la cosechadora el calor mataba a los hombres afanosos. Hasta el perro enmudecía en el rigor de un estío que cerraba el año con las fiestas de agosto, con la vendimia temprana… verano de niños felices. Sin embargo ahora el verano precisa de lujos como el aire acondicionado, la piscina donde se equilibra la química del agua y el azul, el campamento donde dejar al niño con su horario más amable… un estío diferente sin esa cualidad pegajosa de tener todo el tiempo del mundo, juego y libertad mientras los mayores se dejan la piel en el sudor de la tierra.

Veranos tórridos en los que jugar tirados en el suelo de la casa fresca de puro ventilar a tiempo y correr las cortinas del sol inclemente. Veranos infinitos de agua que sabe a nevera y helado que se derrite. Veranos para leer a la hora de la siesta, cuando el silencio zumba como una mosca que nos recuerda las molestias de un tiempo detenido en el calor, la compra que se hace prontito, el ventilador que mueve el aire denso de los calores de mediodía. Qué fácil era antes alegrarse por este promisorio tiempo de libertad, falto de horarios, de obligaciones, con la sola consigna de cerrar la puerta de la nevera y no correr las cortinas, penumbra amable. Era un tiempo estancado y libre para vivir con el anhelo de un día ocasional de piscina, otro de helado y si acaso, rara vez, colonias infantiles en las que ver el mar, tan lejano y ajeno. Eran los veranos en la ciudad de niños sin más expectativa que el pueblo de los abuelos. La libertad en pantalón corto o vestido fresco, la falta de toda necesidad, pleno y de gusto por las auténticas, las verdaderas vacaciones. Puro juego.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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