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Hubo un tiempo en el que habité entre los desplazados, allá en los campos de tabaco de la Extremadura feraz con horizonte de montaña y costurón de autovía y ferrocarril a Madrid lento y tercermundista. Desplazados por trabajo estábamos todos, y más aún los padres de mis alumnos, que cada vez que les urgía validar un papel marroquí, tenían que bajarse al consulado de Sevilla o más allá, a esa Algeciras de ferry y vacaciones a la que descendían en verano o Ramadán, con los coches abarrotados de regalos y compras para mostrar la prosperidad de la que carecían. Más allá de Cáceres, de Mérida, de la curvas pronunciadas antes de la llegada a una Sevilla bulliciosa y extendida, más allá de Lebrija blanca y Medina Sidonia alta y misteriosa, Algeciras se desplegaba frente al mar, mestiza y abigarrada, joya de la bahía en la que lucía, como un diente solitario, el Gibraltar extraño de todas las lejanías.

Se hacinaban en la cola de los papeles las gentes del desarraigo. Del sello y la firma, el pasaporte y el permiso de trabajo. Pululaban los conseguidores, los vendedores de favores y las gentes de paso. Más allá, los barcos alimentaban sus entrañas de coches repletos y familias enteras en procesión profana. Todos parecían estar en un trayecto perpetuo en este pueblo devenido ciudad con su plaza recoleta, su iglesia de estuco blanco, sus azulejos y fuentes, su mercado de insólita factura arquitectónica. Era la mescolanza de la señora apresurada a misa de diez, la de la chilaba y la recua de niños, la gracia andaluza en los sentados a esperar la vida y el café con leche en vaso y el bolillo de pan como una ofrenda. Bahía que deslumbraba y olía a pescado frito, a tetería mora, a cuero marroquí curtido en idas y venidas por el Estrecho. Más allá sonaba Camarón en la Línea de los altos edificios, el extraño paso fronterizo a una Inglaterra aupada al mar. Algeciras era un caleidoscopio de luz y de colores, de gentes y de tratos donde se hicieron ricas las macuteras y millonarios los contrabandistas. Después, cuando conocí Melilla y su mosaico de vida y miserias, recordé la alegría mezclada de una Algeciras que se miraba a la bahía con sus pesadas moles para atravesar el profundo estrecho donde naufragan las pateras. Al otro lado del mar, de los kilómetros de la infamia, se ven, desde Marruecos, prometedoras y falsas, las luces de otro mundo que no lo es, porque Algeciras huele a menta y a pinchito moruno ensartado en ese puñal agudo de la inmigración, la pobreza y la falta de pertenencia.

Lejos del eco suave de las hablas meridionales, más allá de esa Extremadura promisoria y de las montañas nevadas, la Meseta que ahora habito se asoma a la ciudad de Algeciras, a su iglesia, su plaza, su parque sureño, su desgracia y su actualidad que no tiene nada que ver con el contrabando, ni el Paso del Estrecho, endémicos dones, sino con el horror en la calle compartida, la sangre derramada en nombre de la nada. Es la tristeza. Y pienso en aquellos viajes de ignominia con el papeleo siempre a flor de miedo, en alegría sureña del sol y del agua, trasiego de salidas y llegadas, aroma moruno e historia compartida. Más allá de toda la esperanzas.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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