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Estimado compatriotas: Me llegan malas nuevas de que el virus ha hecho plaza en el pueblo. Menos mal que parece ser que esta modalidad no es tan letal como las primeras y todo no deja de ser, no más, algún impertinente catarro que otro. Bueno, pues ya sabéis: que corra el aire, distancias y precaución.

Estuve sentado un par de horas por ahí por “Marín”, en los altos de Las Viñas, esperando a ver si llegaba “Monsieur Renard” para meterle una carga de doble cero en el cuerpo. No llegó, claro; por lo visto tomó las de Villadiego por abajo, casi en Meticabezas, y se fue tal cual porque los plomos que le echaron no le hicieron ni cosquillas. Eso sí, tuve dos instantes clamorosos de belleza natural, esa que tanto nos priva a los cazadores. Una pareja de perdices, de las buenas, se levantó casi en el Camino de la Cumbre y me pasaron ambas a unos metros. Una maravilla. Y luego, cuando estaba al acecho, sentí un suave tropel y vi venir, a galope tendido, a una señora liebre que huía despavorida. No se chocó conmigo de milagro y del susto que le di, a la pobre, dio un salto, cual cabriola, y se perdió entre la maleza como alma que llevara el diablo. Precioso lance…sin muerte.

Desde el camino, par de los coches, miré con tristeza y melancolía, la Casa de Las Viñas, donde pasé, de niño, tantas jornadas deliciosas en compañía de mi añorado tío Felipe y demás gentes. Qué embrujo el del los atardeceres del estío, mirado el crepúsculo, a la luz del carburo, y la noche entrando por el cercado de Morales y la cuenca de Valdelaosa.

En la puerta de la casa, el tío, Valentín “El Chato” y alguien más que he olvidado, contaban hechos y dichos de la no tan lejana contienda. El tío estuvo en el Ebro, cuando aquel tiroteo. Tantas cosas. Yo, absorto, los escuchaba con deleite y oía, estoy seguro, el tableteo de las ametralladoras.

En fin, amigos, la vida se ha ido marchando en aquellas aguas de nuestro padre el Tajo, cuando las oíamos corriendo y sonando camino de Alcántara y Portugal. Volveré pronto, sin duda alguna.


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