En aquellas clases de don Miguel Antonio, César, regular tirando a bien; yo, mal tirando a fatal; luego nos reíamos mucho en Dibujo con don Lucas, y hasta nos salíamos de clase para ir a echar un cigarro a los retretes. César, bien en todos los deportes; yo, si acaso, aquellos zurriagazos a las pelotas “gorila” en el frontón. Y más tarde llegó la vida y las carreras; él, Cáceres y Madrid; yo, a Salamanca. Cuando nos quisimos dar cuenta éramos sesentones, jubilatas, señorones serios (un decir) y ambos “pater familias”. Ahí nos vimos de nuevo, en los papeles. A ambos nos dio por la pluma. Yo, incapaz de un humilde pareado; César, un torrente del verso y el poema. César volaba sobre Norba y lo absorbía todo; yo, la escopeta al hombro por esos andurriales de llanos, brañas y riberos.
Hace unos años, Paco Mangut nos juntó en torno a la mesa. Antonianos de antaño: gordos, calvos, canos y más de dos y tres ya en el Elíseo. César, aquí al lado. Ambos, al salir de casa, al primero que veíamos era al más grande que dio la Extremadura americana: no al que llaman “el caballo”, sino a don Hernando Cortés, el libertador de tantos indios condenados al sacrificio.
Cada día César, con su mochilita, iba a sus ejercicios en el Perú y nos parábamos a pegar la hebra. “¿Qué te traes entre manos?” “Leyendas, ¿y tú?” “Pasos y paisajes”. “¿Qué mañas te das con los versos?” “¿Y tú con los artículos?”. Luego, he ahí que Alfonso, Lalo y servidor nos juntábamos algún día, café con churros. César acudió presto e instituimos un desayuno semanal con la única condición de ser “antoniano”. Cuando, por comodidad, cambiamos la sede, César ya nos manifestó algún inconveniente en el estado de su salud; pero no faltó ni un día y nunca dejó de insuflarnos buen talante, afecto, bonhomía y cordialidad a raudales.
Hemos tenido la inmensa suerte de disfrutar de él cada semana de los dos últimos años, compartiendo además una jornada feliz en su casa de Valdesalor junto a su querida, y para nosotros ya hermana, Marilar; pero la vida nos lo da y todo nos lo quita, César se iba apagando y no podíamos ni pudimos hacer nada para tenerlo con nosotros hasta la maldita consumación de todo esto. Dijo Lalo “No puede haber sínodo sin obispo”; pero César no quería ser nuestro guía sino un acólito como los demás. ¡Lo vamos a echar tanto de menos!
Estoy viendo ahí, en los anaqueles de mi librería, tus títulos, César. Y se me parte el alma, amigo, compañero, hermano mío. Otra vez recuerdo aquellos versos del gran Virgilio Piñera cuando perdió a su amigo Lezama.
Por un plazo que no pude señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.
Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.
Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente.
Lo hiciste con el arma Paradiso.
-Golpe maestro, jaque mate al hado-.
Ahora respira en paz. Viva tu hechizo.
Adiós, querido César, tendrás tu sitio entre nosotros, cada martes, cuando nos juntemos para el café y guárdanos sitio donde estés porque, cuando Dios quiera, estaremos todos juntos de nuevo. Un abrazo.