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 -¿Y te los has leído todos?

En mi casa siempre ha habido mucho libro, bueno, no. Mi padre con el primer hijo empezó a pagar a plazos la enciclopedia de Salvat, que había que poner algo de cultura en las paredes, y luego, como tenía un amigo que representaba en Salamanca Selecciones del Reader´s Digest, se llenó la casa de esta revista norteamericana que fue mi primera cartilla junto con la lectura de la casa de mi abuela. En el pueblo yo me leía las enciclopedias de Álvarez de mis tíos, los Mundos Obreros de mi abuelo a partir del 1975 y los ejemplares de Hola que traía una prima de mi abuela y con los que ella forraba los cajones porque era muy buen papel. Vamos, que tengo una educación exquisita, un gusto ecléctico y sé leer en cualquier formato: me quedaba embobada mirando al suelo lleno de hojas de diario después del fregado y era capaz de distraerme leyendo el interior del cajón de los cubiertos cuando tenía que poner la mesa.

Más mayorcita, descubrieron lo fácil que era contentar a aquella criatura cuando pusieron una sección de libros baratos en el Simago de entonces. Mi madre no tenía criterio, pero sí ganas de traer algún libro a casa. Ya crecidita, aquello de las bibliotecas fue el séptimo cielo, y siempre bromeo con Paco Bringas y con Isabel Sánchez porque creo que he sido la lectora más contumaz de la primera librería municipal de la Salamanca democrática.

Recorro mi memoria de lectora porque leo sobre el trabajo de catalogar el legado de Philip Roth, niño sin libros que ha dejado su biblioteca a la de su ciudad, Newark donde se iniciara en la lectura. Yo a Roth me lo leí enterito en la biblioteca municipal con ansias de enamorada el año que estudié la selectividad en otra biblioteca, la de la Plaza de los Bandos, reconvertida ahora en cajero. Era un lugar umbrío y recogido donde sólo se oía el paso del chico que nos gustaba y el crujir del folio al que le seguiría la biblioteca de Anaya, donde pasé en deliciosa reclusión cinco años de mi vida. Siempre he sido una monja bibliotecaria amante del silencio y del amigo que te saca a tomar café a las Caballerizas. Las bibliotecas eran el espacio del estar, el estudiar y compartir afanes y descansos. Internet no existía y los manuales tenían una lista de espera que nos enervaba a todos, mientras iban y venían los apuntes como bandadas de pájaros.

Mi casa está llena de libros, pero sigo acudiendo a las bibliotecas con esa curiosidad infinita de descubrir un título nuevo, cumplir los plazos, sellar en el silencio la ficha que me permite tener la ilusión de que todo es mío. Los libros se amontonan en la mesa y alimentan las horas, responden a las preguntas, me enseñan a vivir en la insoportable incertidumbre de la vida. Son el espacio en el que me gusta vivir. Son el puerto seguro. Y sí, me los he leído casi todos…


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