CHARO
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A Fernando le recuerdo envuelto en música desde el día en el que le conocí. Cachitos de hierro y cromo, cintas en el Rastro, grabaciones orquestales en la oscuridad de la radio, una guitarra española, un sintetizador comprado con esfuerzo. Era la época de la torre de música ganada con buenas notas, vinilo en las venas. Música para camaleones que ahora ponen vídeos en you tube y sintonizan el móvil pasar seguir abrigados por la música.

-¿Qué quieres escuchar?

-Nada. El silencio.

Para regocijo de mi hija, ni siquiera música coral barroca. Ella que detesta cordialmente a los contratenores, que le desearía una afonía a Philiphe Jarousky. Su madre quiere silencio. Ni la radio en la cocina. Ni Javier Tolentino en la Tres. Nada. Un silencio de calle reposada para contrarrestar el ruido.

-¿Te pongo a Vivaldi?

Dicen en el estrépito de Facebook que el silencio es el nuevo lujo. Un silencio vertiginoso de imágenes y palabras. La campana de cristal de Sylvia Plath que me envuelve cuando atravieso los pasillos de mi instituto. Vivo en una atmósfera de ruido permanente, a ratos hasta agresivo. Mis chicos suben el volumen a medida que sube la temperatura. Se ríen a voces, se llaman a silbidos ¿Desde cuándo tenemos aquí un ciclo formativo de cabreros? Amantes del grito, han descubierto que hay una escalera donde, si berrean abajo, el sonido arriba se expande como una onda destructiva. Se lo pasan pipa y yo acabo reconociendo que forma parte de su naturaleza indómita y de su edad. Sin embargo, cuando llego a casa, lo único que busco es silencio.

-¡¡¡Mamá!!!!

Mi hija aún no ha descubierto las verdaderas dimensiones de nuestra casa. O sospecha que su madre, que se rompió un tímpano entre Ciudad de México y Cuernavaca, oye peor de lo poco que oye. Y el teléfono que suena y el feliz repiqueteo multimedia del móvil. Yo acabé la tesis con la niña en la tripa y temí que naciera con el baile San Vito porque tecleo a una velocidad endiablada. Es la música de Charo, dicen en la sala de profesores cuando me oyen martirizando el teclado. Si fuera violinista sería Paganini. Pero nunca aprendí a tocar el piano, lo mío era la dura tecla de la Olivetti de mi padre. He quemado no solo máquinas de escribir eléctricas, sino un par de teclados. Silencio punteado de letras. Política de grito y de palabrería, de páginas inútiles y de campaña vacía. Les quito la voz a los políticos y me doy la vuelta. Mamá, te has dejado la tele encendida.

Vuelvo al ruido del ruedo donde me gano la vida. Mis alumnos tardan, pero se callan. Escuchan. Toca el timbre. Empieza, atroz, la estampida por los pasillos. En realidad no me molesta. Vivo en la campana de cristal de mi relativa sordera. Es la vacuidad de quienes deberían decir lo que queremos oír la que me agrede. Y no solo es el grito del político en campaña, es la anécdota vana, es la consabida tontería. Tengo la esperanza de oír el agua. El deseo de lluvia. La música callada. A mi lado, Fernando escucha a Pink Floyd. Me mira… lleva puestos los auriculares.


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