Digital Extremadura
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Varias veces, por esas sendas estrechas, hemos olido el rastro de la zorra, ese tufo acre, y en una rara ocasión pudimos ver el vuelo de una pareja de arrendajos, el pájaro del norte tan esquivo e insociable. En muchos tramos del camino, la alta arboleda empieza ya a cerrar el cielo y caminamos por túneles de verdor. Lo más desagradable es la constante presencia del hedor de las bostas de las vacas; pero estamos en el norte y es lo que hay.

Tomamos asiento en Triacastela a mediodía y presto fuimos a Samos. Tomamos la libación en un ameno soto, par de las aguas cristalinas y corrientes del río Oribio. Allí cerca había  una ermitita pequeña de piedras que se remonta al siglo X, nada menos, la Ermita del Ciprés. Luego, y tras sestear, visitamos el imponente monasterio benedictino de San Julián (¡siglo VI!) y saludamos a una de las figuras literarias de nuestra vida: El P. Benito Feijoo, que estuvo allí en vida y ahora, estatua, nos contempla desde el centro de un claustro magnífico.  Hay mucho que contar de semejante y aparatoso cenobio. Samos, cinco o seis mil habitantes, cafeterías, turismo, peregrinos.

Volvimos a Triacastela, serenidad y sueño. Mundo de peregrinos y nada más. Calles solitarias y silencio. Mañana, Sarria. Boas noites.


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